Mientras vagaba por las calles de la capital, Gonzalo había tenido la oportunidad de ver las actividades de la gente que celebraba la coronación por las calles. Había escuchado juglares, curioseado por los puestos callejeros y se había entretenido viendo las banderolas que colgaban de algunas ventanas. La gente se reunía en las esquinas para abrir barriles de vino y cerveza y brindar a la salud del rey. La bebida llevaba a algunas disputas, sobre todo porque se habían reunido en Burgos gentes de distintas procedencias, pero la guardia estaba atenta patrullando y nada parecía llegar muy lejos.
Poco a poco se había ido alejando de la zona de la catedral, y empezó a rondar por callejas más oscuras, pero igualmente concurridas. Un par de mujeres le dijeron barbaridades desde una ventana y luego se rieron de él. Un poco más lejos encontró un grupo de zagales que azuzaban a dos perros. Se acercó a ellos y al poco entabló conversación.
El que llevaba la voz cantante era un muchacho grandote que escupía por el colmillo y decía que había sido tambor del ejército almogáver. Su segundo, al que llamaban El Piernas, tenía la cara llena de granos y el pelo cortado a trasquilones. Después de ver pelear a los perros siguieron dando una vuelta y Gonzalo se les unió.
Todo era muy divertido, pero empezó a dudar cuando, con la mayor naturalidad del mundo, se llevaron todo lo que pudieron de un puesto callejero, mientras uno de los miembros de la pandilla distraía al dueño. Iba a decir algo, pero se calló mientras caminaba con los otros muchachos, que reían y festejaban la hazaña como si todo fuera una broma. Gonzalo sólo había robado una vez: los chicos de Osma habían hecho una apuesta, y le tocó tomar unas cebollas de un puesto de verduras. Su madre se había enterado y le obligó durante dos semanas a trabajar para el vendedor como castigo, y después lo había arrastrado a la catedral para que lo desasnaran y lo convirtieran en un hombre de provecho. Y en ello estaba, aunque no sabía si eso de ser hombre de provecho le gustaba mucho.
Después de varios paseos, se sentaron en las escaleras de una iglesia a jugar a los dados: Gonzalillo empezó bien y se fue animando, pero más tarde le vino una mala racha y acabó perdiendo todo el dinero que había traído. Podría haberse retirado en ese momento, pero estaba seguro de que en la siguiente partida la suerte iba a ser suya. El problema era que no tenía más que poner...
-Apuesto mi roquete-dijo convencido. La sobretúnica era de lino bueno, y sabía que a su madre le había costado un ojo de la cara.
Los otros se rieron y gastaron varias bromas sobre monaguillos y vestiditos, pero pidieron verla, y con ojo crítico dictaminaron que servía para cubrir la apuesta. Así que empezó una partida más: allí, preparado para jugar, la seguridad se le fue desvaneciendo y negros pensamientos empezaron a rondarle. Si perdía el roquete, la señora obispo le iba a soltar una buena regañina, y Taresa lo iba a llevar a su madre de las orejas. Y su madre... mejor no pensar lo que le haría. Si no quedaba más remedio, prefería decírselo a la propia Taresa antes: era lo bastante pardilla como para intentar recomprar el roquete para cubrirle las espaldas, si ponía cara de pena. Del tirón de orejas no se iba a librar, pero eso sólo dolía en el momento. Tomó aire y lanzó los dados.
-Tú ganas-le dijeron. No pudo evitar un gesto de alivio mientras recuperaba a toda prisa la túnica y el dinero: sonaban las campanas y se dio cuenta de que se le había hecho tarde. No notó en ese momento la mirada que compartieron El Piernas y su jefe.
-Bueno, tengo que irme ya. Es la hora...
-No, no tan rápido-los dos pillastres se levantaron.
-Queremos la revancha.
-No puedo quedarme. Yo...
Dio un paso atrás, mientras se fijaba en las caras del grupo de chicos. Decían a gritos: "a nosotros no se nos dice que no". Un par de ellos hicieron crujir los nudillos.
"Señor, si me dejas llegar a salvo no volveré a meterme en líos. Haré todo lo que digan mi madre y Monseñora Marled. Y no volveré a beberme el vino de misa... bueno, eso sólo fue una vez."
Echó a correr como alma que lleva el diablo entre los viandantes, intentando ganar distancia. Por el rabillo del ojo veía cómo le seguían mientras elegía las calles más transitadas para poner gente entre ambos. Había renunciado a intentar darles esquinazo, porque sabía que era inútil: él era forastero, mientras que los otros se conocían las callejas al dedillo. Llegó al fin a la calle detrás de la catedral, patrullada por la guardia tal y como la había dejado.
-¡Tengo que pasar! Ayudo en misa!-jadeó, enseñando el roquete, y el guardia le hizo un gesto de reconocimiento: por suerte, era el mismo que estaba a primera hora cuando él y Taresa salieron de la sacristía. Echó una última carrera hasta la puerta, y creyó ver que el guarda detenía a los otros chicos, pero no se paró. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó en fuera cerrando los ojos, con la sensación de que el corazón se le iba a salir por la boca en cualquier momento. Cuando los abrió un hombre lo estaba mirando.
-Go-gonzalo de Osma... Acólito de Monseñora Marled. No llego tarde ¿verdad?