Los Borja, ¿verdad, Luis?
Era un secreto a voces aquella comitiva valenciana, que con la excusa de la boda del hermano del Rey y su luna de miel había llegado a la Cosona. No habían sido pocas las disputas en el pasado entre València y Castilla por el Reino de Murcia, y las zonas fronterizas, como Villena o Ayora. Sin embargo, no era ese el motivo del tono que el de Gondomar había dedicado a su vasallo y antiguo Maestro. No, ciertamente, el toro rojo de los Borja le traía ingratos recuerdos al Marqués, con la muerte, aún reciente, de Elena sobre la Corona.
Por no hablar, claro, de los Berasategui. Conoció y apreció al viejo Anzo, pero sus nulas relaciones con los restantes miembros de su familia, con alguna notable y desastrosa excepción, se veían, sin duda alguna, truncadas por su relación amistosa con el hijo de los Duques. ¿Sabrían ya que Luix era el Capitán de su Guardia Veneciana?
Pero el Rey le había hecho llamar, a fin de que recuperase, al menos en aquella ocasión, el cargo que desempeñó durante la mayor parte del Reinado de Elena. No terminaba de cuadrarle aquello, pero una orden era una orden, y la desobediencia era mejor reservarla para cuando fuese realmente práctica. Valiente quien arriesga cuanto tiene, necio quien lo hace por nada.
Aún no era su momento, pero tras la entrada disimulada, el Marqués esperaba, paciente, la señal que habría de hacerle entrar en la sala, reencontrarse con aquellos a los que, por uno u otro motivo, quisiera ver bien lejos.
Mil escudos diera por tener aquí a Mereklar.-masculló entre dientes.
Sin embargo, era ya hora de entrar, y el rostro del Armiño, de risa e ira fácil, se cubrió de una pétrea máscara que no dejaba traslucir emoción alguna. Aquellos invitados no provocaban en él emoción alguna, o eso es lo que había de mostrar. A una seña, unos mozos entraron precediéndose, entregando al Rey y sus invitados las copas previamente preparadas. Una vez que todos dispusieron de la suya, el joven cogió la jarra en la que gustoso habría vertido el contenido de aquel frasco verde que, según sabía, seguía en la mesa de Leonor, allá en San Estevo de Cíes, e ingresó en la estancia.
Sus labios se fruncieron levemente ante la decoración. Elegir una sala plagada de su estilo, ante quienes mancillaron su recuerdo era ciertamente ofensivo. Parpadeó un par de veces: debía contenerse, así que, mientras recorría la sala, llenando las copas con vino de Alba, su mente estaba tiempo atrás, en cualquier audiencia de Elena, en aquellos tiempos de Oro, Plata y Azur. Y no dejó aquellos parajes incluso cuando, detrás del monarca, se situó tieso, espigado, y mirando a ningún lugar concreto.
Y sonrió. Apenas, pero lo hizo. Conocía bien aquel oficio, y cómo Elena lo había aprovechado. Quizás su presencia allí tenía sentido, despues de todo.
Dos deberá haber; ni más ni menos. Uno para encarnar el poder, el otro para ansiarlo.