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[RP]El vino de la Toscana.

Cesar


Aquel comentario había sido completamente… innecesario. Él no gustaba de ser caballeroso, y actuaba en consecuencia, excepto cuando el protocolo lo exigía.
La prenda pagada por el Mallister descansaba junto a él, como los calzones de Lisena. El corazón le latía más rápido, bombeando sangre a todo el cuerpo. No era por los nervios, al contrario. Era por codicia, esa codicia que se materializaba a través de los ojos de Césare. Este había observado, con detenimiento a la joven mientras desnudaba sus piernas, la mente del italiano ya había empezado a volar.

Con su mirada había escrutado los ojos de la de Toledo. Su respiración entrecortada, los labios carmesí, el pelo azabache con mechones que colgaban por su rostro, y este, a la luz de la luna, era inmaculado. Las manos, castigadas por el trabajo, reposaban en su regazo. El Mallister cruzaba el cuerpo de la muchacha con la mirada, dejando la imaginación a su libre albedrío
La camisa era ancha, pero al sentarse se podía definir más las curvas del lozano cuerpo. ¿Cómo sería acariciar con su dedo la tersa piel de Lisena? Desde su hombro, pasando por su espalda, y donde acaba esta, torcer hasta su abdomen, entonces, las manos del Mallister se perderían en la oscuridad de la noche.

Pero debía antes preguntar.

-Bien, déjame que lo intente.-cambió de postura, colocándose junto a ella, en vez de frente.-No eres muy experimentada en el amor…-Con su dedo índice empezó a recorrer lentamente la pierna más cercana.-El corazón te late muy deprisa, desbocado, lo oigo desde aquí…-se quedó mirándola fijamente, perdido en aquellos ojos.

El parpadear de Lisena lo abstraía de aquel mundo, en cada movimiento sus pestañas soltaban un halo mágico, un hechizo, brujería, que lo anulaba. El alcohol ya le corría por las venas, dotándole de una sensación de placentera ligereza. Paró de acariciarla.

-Y bien, ¿Qué me dices?

No iba a pasar mucho antes de que dejara de ser responsable de sus actos.

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Lisena
El rostro del valenciano, o italiano según cómo se viese, era todo un poema. A cada mirada parecía que intentaba descifrar lo que se escondía bajo la camisa, y aunque el fuego no era su aliado, sí parecía serlo su imaginación. Ella, por contra, recurría a evasivas con las que procuraba no pensar en nada indebido, observando tan sólo con ingenuidad los movimientos de Césare, propios de una sierpe al aproximarse hacia ella. Ofreciéndola tal vez la manzana, como la serpiente del Edén.
Y miraba sus ojos, en cierta actitud desafiante y con la más reprochable de las intenciones, buscando una muestra de complicidad en los de Lisena que, tan sólo dejándose llevar, consintió su proximidad y lo sugerente de su tono. Reposaba las manos en su regazo, totalmente tranquila, sólo un poco alterada por el candor que ofrecía el vino en su cuerpo, y tratando de sentirse cómoda se recostó sobre la piedra, dejándose caer al suelo, sobre la hierba. Césare se había puesto paralelo a ella y, Lisena, que no sabía bien qué tramaba, se limitó a observar el recorrido de su vigorosa mano por su pierna desnuda mientras el mismo se disponía a tejer una complicada telaraña de melosas sinfonías con su lengua, despidiendo así el hedor del alcohol y urdiendo tentaciones sobre el aire.


- Bien, déjame que lo intente. No eres muy experimentada en el amor… El corazón te late muy deprisa, desbocado, lo oigo desde aquí… -fue lo único que le dijo.

Y era cierto, el corazón le latía desbocado, de lo incómoda de la situación. Ni era experimentada en el mundo de los amoríos. Apenas tenía tiempo, y era muy joven, se decía, demasiado como para dejar que rompieran su corazón, o que ataviasen su alma a la de otro de por vida. No, no. Ella no quería sentirse aferrada a nadie. Bastante con estarlo de los recuerdos y de lo que un día pudo ser y no fue.
Los ojos la delataron, pero a pesar de ello, estaba dispuesta a seguir mintiendo. Algo que sospechaba que ya había hecho él. Agarró el recipiente del vino y se lo ofreció, retrocediendo el rostro atrás, por guardar las distancias, tan solo.


Bebe. -le había dicho, suavemente pero con el gesto serio. Césare se mesaba la barba, que había brotado durante los días de viaje y camino, y que en opinión de Lisena le cobraba una apariencia desaliñada muy atractiva. Parecía dudar sobre si beber o no, debatiéndose entre lo que sus ojos decían o lo que su lengua dictaba, intentando captar el espejo del alma, el veneno de su sonrisa oculta.

Excitada, no soportó la tensión y cogió la bota de vino, por armarse de valor, y dio un largo y tendido trago, casi apurando las últimas gotas, guardando el oro de Baco en su boca y tragándolo al instante. Se secó de nuevo con la manga de la camisa y volviéndose repentina, se lanzó hacia él.

Y le asestó una bofetada.


Ésta por la de anoche. -le dijo, sustituyendo la osadía por el rencor, ambas mejillas sonrosadas y con la gota de vino de un principio descendiéndole por el vientre.

Le miró, temiendo la respuesta. Entonces Césare la cogió desde las muñecas y tiró de ella, cayendo sobre él, para, al instante, resolverse hacia un lado y acabar sobre la de Toledo. Costaba admitirlo, pero le gustó desmedidamente ese impulso falto de caballerosidad.
El "y bien, ¿qué me dices?", había quedado revoloteando por el aire desde un rato, y creyó conveniente aquel momento para ser resuelta la duda del Mallister.


Al fin y al cabo... Podrías enseñarme. A hacer que mi corazón calle, me refiero.
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Cesar


Con una mezcla de incredulidad y excitación había recibido aquella bofetada. Le ardía la cara, y no sabía si de dolor o pasión. Aquel gesto tan indecoroso le atraía aun más. Y él, encima de ella, se sentía el dominante.
Poco a poco empezó a acercar su cara, pero no hacia el rostro de Lisena. Los labios del Mallister se aproximaban, poco a poco, hasta el hombro de la joven, y empezó con los furtivos besos, que se fueron desplazando hacía el cuello, para mayor deleite de la mujer.

Paró un segundo nada más, para ver la reacción de la de Toledo. Entonces, esos luceros que le habían embrujado se abrieron, acompañados de una dulce sonrisa, pícara, de esas que salen cuando realizas algo prohibido. La besó en los labios, por unos segundos, antes de que la mano de Césare, experta en estos menesteres, empezara a descubrir el cuerpo prometido.

Mientras, volvió al cuello, arremetiendo de nuevo, intentando desatar el pecado en el cuerpo. Las manos de Lisena envolvían el torso del italovalenciano. Finalmente, ella pagó prenda, lanzando la camisa a lo lejos. La vista de Césare se regocijaba, empapándose de cada detalle inscrito en esa mujer, que a la luz de los astros, tenía la piel de mármol.

-Déjame aplacar los nervios de tu corazón.-añadió, al oído, unas palabras en italiano inaudibles para el lector.

Inmediatamente se desprendió de las prendas con algo de torpeza, pues el vino hacía ya rato que nublaba su mente. De esta forma se acercó a Álvarez de Toledo, besando primero el cuello y siguiendo los contornos de su delicado cuerpo…

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Lisena
El pelo negro entre la maleza, dibujando un sinuoso río oscuro y siniestro; los brazos extendidos hacia el infinito, queriendo alcanzarlo todo, y las rodillas flexionadas, consintiendo cada uno de los acercamientos. Así era como reaccionaba Lisena.
No había mentido, en absoluto. Irónicamente hablando. No sabía bien qué era lo que la mujer debía hacer en aquel momento. Bueno, tal vez sí lo sabía, pero no quería. Le podía la incomodidad del asunto, aunque por momentos se olvidase, arrastrada por los abruptos deseos y la avidez de sus manos. Y cerraba los ojos y sentía el aliento de Césare, rozándole el cuello con codicia; exhalaba después el suyo propio, y entreabiertos los labios, daba la bienvenida a los del Mallister, queriendo abarcarlo todo, hasta el límite de no poder más.
Un cúmulo de acontecimientos que satisfacían los cuerpos, tanto el de ella como el de él, y los que tan sólo el fuego alumbraba en la lejanía. Era noche cerrada, y sin la hoguera, a varios pasos de distancia junto al resto de guardias durmiendo, podría decirse que se encontrarían perdidos. Tan perdidos como Lisena, cuyas manos trataba de distraer en el pecho del hombre. O rodeándole desde el cuello. O abrazándole. No sabía bien. Resultaba en vano planearlo, u obligarse a algo de lo que no se hallaba segura o satisfecha. Se distrajo entonces en un mundo de fantasías, deseos y aspiraciones en el que se abstrajo con el último beso antes de rendir cuentas y explicaciones: ¿así sería siempre?, o mejor dicho, ¿dónde quedaba su honra? Y la virtud, ¿qué era de ella? Una criada no podía tener mayores honras que virtudes, siempre que por virtudes no nos refiramos a conocimientos,... que tampoco. Entonces, si ella era una bastarda cuyo linaje remontaba a los principios de los Trastámara en su reinado en Castilla que se había devenido en sirvienta de una señora y después en la víctima de un rapto, ¿cuál era la honra que en ella quedaba? Ninguna. O muy poca.

Boh, qué más daba ya... Livin' la vida loca.


¡Para! -le detuvo, apartándole con la mano en su pecho, tornándose después hacia el vacío del bosque, inquieta. El calor se había marchado, tan rápido como ella le detuvo a él.- ¿Has oído eso?

Sentía en desmedida manera haber sido tan insolente por interrumpir un momento así. Lo sentía profundamente, pues nadie más que ella, y al igual que él, deseaba entregarse a los brazos del otro, queriendo experimentar sensaciones que nunca antes se habían despertado en su interior. Pero los sonidos cada vez eran más audibles, como si estuvieran más cerca cada vez. Algo así como "¡AU AUU AUUU!", algo que nunca antes había oído. Parecía un perro pero no lo era. Y si lo hubiera sido, ya habría ladrado instantes antes.

Son lobos, aquí hay muchos. Pero no te preocupes, no nos molestarán... No se acercan al fuego.- repuso él. Parecía contento, y de hecho lo estaba. Desbocado, como el corazón de Lisena. La oscuridad lo envolvía en un halo tan dulce y encantador a la vez que adoptaba una actitud más propia de un gañán. Pero qué demonios, eso le gustaba a ella. Y por desgracia acababa de admitirlo para sus adentros.

No obstante, toleraba muy poco y muy mal la compañía de las fieras en la noche, por lo que deteniendo el continuo avance apasionado del de la Vega, se hizo a un lado y trató de disculparse con los ojos, tan oscuros como el alma de muchos, y tan brillantes como desde un principio. Él podía sentirse despreocupado, mientras que ella no se hallaba dentro de sí misma.
No se veía capaz de continuar. Tal vez se repitiera otra vez, cuando se volviera a sentir capaz de mandar al cuerno la honra, la virtud y tantas cosas que le habían comentado muy por encima en el orfanato. Pero durante aquel rato de angustia ella ya se había deshecho de cuantos sentimientos y caricias la habían envuelto aquella coraza de osadía, incredulidad y cierta altanería, impropia para su condición, y en el cual residía gran parte de su encanto.
Quedaba a la vista, entonces, que el temor de la joven iba creciendo por momentos, y con el apuro tras de sí, se vistió con rapidez y, con la misma avidez con la que se habían abrazado hacía unos momentos, echó a correr hacia la hoguera. Césare lo había advertido, por lo que fue imitándola.

Gaviolo se acercó después, preocupado. Demasiado ruido. La raptada moviéndose mucho. ¿Lobos?, ¿he oído lobos? ¿Y vuestra camisa, señor?

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Cesar


Se había quedado solo, apartado del resto de gente. Se cubrió hasta la cintura y con la camisa en la mano empezó a acercarse a la hoguera. De pronto, un Fabio salvaje le asalto con múltiples preguntas. No era un buen momento, a Césare le habían puesto la miel en los labios, pero nada más, estaba furioso.

-¿Lobos? ¿He oído lobos?¿Y vuestra camisa signore?-apuntó con los ojos nerviosos, escrutando el horizonte.

-Sí, pero voy a ser más cruel que ellos. Primero te voy a desollar, luego te abriré en canal, y finalmente les lanzaré tus huesos como no te calles.-lo agarró por el pescuezo y lo arrastró hacia la fogata.-Oh quizás mejor… te cuezo la cabeza para que sepas que es calentármela...-lanzó una furtiva mirada a Lisena.

Con una patada hizo volver al zagal a su sitio. Este emitió un pequeño grito de dolor, pero poco le importaba al Mallister, tenía mucho en qué pensar y Fabio era lo que menos le importaba en ese preciso instante. No tardó mucho en acostarse como el resto de compañeros, que desvelados, a tan altas horas de la noche, notaban la necesidad de descansar tras la jornada. El italiano no consiguió pegar ojo en un buen rato, tenía la mente en otro lugar. Se giró y la miró de nuevo, tumbado.

-Cazz0.-susurró.

Había estado muy cerca, a punto de conseguir unirse a ella. A punto. Y sin embargo muchas preguntas le asaltaban ahora. ¿Quién sería realmente? ¿Qué le sucedía? ¿Por qué se le resistía tanto? Todas esas cuestiones se le clavaban en la cabeza como martillos. Se rascó la cabeza, pensando. A aquellas horas no era capaz de razonar con claridad, todo le parecía confuso. El vino, las caricias, las sonrisas que llegaron a ser cómplices, todo, todo le parecía confuso.

Mañana sería otro día.

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Lisena
Un poco abochornada por lo de anoche, decidió que lo mejor sería evitarle, y cuanto más mejor. Si él se acercaba, ella fingía haberse olvidado de algo y retrocedía. También se había dispuesto como voluntaria para preparar el desayuno y recoger el campamento, o lo que fuera. Las sillas de montar sobre los corceles y las forjas aseguradas. Además, había tratado de retirar las piedras que impedían que el carro mercantil avanzara, y en un vano y torpe intento por ello, desistió cayéndose al suelo. Césare iba a aproximarse hacia ella entonces, y al advertirlo, volvió el rostro hacia otro lado y se alzó presurosa. Casi con estilo, si no fuera porque la ayudaron a subir al carro.

Para que veáis cómo estaban las cosas.


¡Por mi madre! ¿Qué te ha pasado Fabio? -se alertó al ver la cara del muchacho. Tenía una zona del rostro quemada y el ojo hinchado. Se horrorizó, pero se deshizó al momento de la posibilidad de que hubieran sido los lobos. Los lobos no hacían esas cosas, y no pudo evitar mirar al Mallister con el ceño fruncido y cierto odio. ¿Así era el hombre al que estuvo por entregarse?- Ven, que te curo eso... Debe de dolerte mucho. Pobre.

Se lamentaba y compadecía por el pobre muchacho. Éste había accedido gustoso a unos cuantos mimitos después de la paliza de su amo, o señor, o lo que fuera, y con lo poco que había fue ganándose la confianza del joven mientras, a lo largo del camino hasta las puertas de la ciudad de Grosetto, curaba sus heridas y aliviaba la hinchazón de su ojo. Al menos estaba distraída. Pero al cruzar las puertas de la ciudad, flanqueadas a los lados por guardias de la ciudad apostados junto a las milicias del día, su distracción había terminado y en cambio otra había hecho aparición. Miles de gentes, en su mayoría plebeyos, andaban de un lado a otro de la calle sin temor a los caballos que cargaban con las posaderas de los nobles de la villa. Gritos, todos en italiano, algo que ella poco o nada comprendía, y niños corriendo tras un perro, y luego un gato, y por último una rata. Tabernas, gallinas buscando qué comer dentro de un patio y hombres de armas, pues los campesinos habían partido tiempo ha hacia los trigales, que se las daban de pisaverdes de corte al pasearse ante damas de noble linaje.
Lisena no hacía más que observar. Y Fabio también. El pobre muchacho, lleno de regocijo y alivio, no hacía más que señalarle a la joven Lisena lo que era cada una de las cosas en tano, hablándola menos receloso. "Y a eso se le dice 'chiesa', y eso otro de allí es 'il mercato', ¿ves?". La iglesia no la llamaba mucho la atención, pero el mercado parecía ser un lugar exótico, lleno de colores y de aromas que atraían a cualquiera, en especial a las mujeres. Alimentos, libros, telas, perfumes, daba igual qué fuera, estaba ahí seguro. Y ella quería ir. Claro que quería. Y sin que nadie lo percibiera, descendió del carro y se acercó hacia el primer puesto de telas que vio. Damasco, seda, terciopelo y perlas hilvanadas, dispuestas para los trajes de las nobles italianas o de cualquier parte de la Europa del siglo. Bellíssimas.

Las cogía, observaba, apreciaba con el tacto. Y se las llevaba al rostro para respirar ese olor tan característico a nuevo, a pesar de la incrédula mirada del mercader. El Mallister se acercaba, mientras tanto, queriendo sorprenderla.

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Grosetto era una ciudad pequeña, pero aquel día parecía ser uno especial, una especie de feria condal o algo similar parecía celebrarse, pues había una gran multitud de comerciantes llegados de todos los rincones de la bota. Múltiples dialectos se mezclaban en un sinfín de gritos, reclamos y advertencias que pretendían atraer la atención de los que allí se encontraban. Así pareció ser con Lisena, que Césare, por el rabillo del ojo, la vio huir.
Con sumo cuidado se había deslizado entre los viandantes, unos altos, otros bajos, feos, guapos, ricos y pobres, las calles de Grosetto no discriminaban a nadie. El Mallister desmontó, pues la dirección que había tomado la joven era inaccesible sobre una montura, demasiado concurrida. Dio a Borbón, el equino, a un compañero.

-Vigiladlo, enseguida vuelvo.

En silencio, deshaciéndose de aquellas lapas usureras capaces de vender hasta su madre, la siguió. Ella iba parándose, miraba algo, lo acariciaba y mientras, estiraba los labios formando una sonrisa. Él, por el contrario, sólo fijaba la vista en algo, y, para entretenerse, robó una manzana, que iba devorando mordisco a mordisco, sediento de ella.

Las calles se iban sucediendo, una a una. Telas, joyas, inventos, adivinas que decían maldecir a la persona odiada, brujas todas, banqueros que prestaban dinero a cambio del alma de un pobre diablo, usureros, en fin, todo cuanto puede poseer un lugar como aquel. Y ante el temor de que acabaran las calles y se olvidara del camino realizado, antes de conseguir volver con el resto del grupo se acercó, sigilosamente, hasta ponerse a su vera.
Tenía entre las manos una cinta color púrpura, que mediría varios palmos. Él desconocía por completo el uso de aquellos objetos, ya fuera para hacerse un peinado, un vestido, o como recuerdo, lo ignoraba, él sólo conocía de bonitas palabras vacías, armas y miedo. La joven la observaba con una chispa de felicidad en los ojos. Aun no se había percatado de su presencia.

-Mercante, decidme cuanto cuesta la tela que tiene la ragazza en sus manos.-dijo haciendo un ademán hacia la de Toledo.

Entonces ella salió de su ensimismamiento. Él le dedicó una sonrisa, algo forzada, mientras buscaba algún tema de conversación.

-Es buena tela veneciana, signore, me temo que menos de cien ducati no os costará…

-Os daré cincuenta y daros por agradecido, hacéis feliz a la joven y a mi bolsillo.-desde luego el regateo no era su fuerte.

-Mi buen signore, os lo digo, la mejor tela veneciana. Mirad.-dijo cogiendo la mano de Lisena que aún guardaba la cinta.-Púrpura de Tiro, el mejor, el mejor. Os digo que cien ducati… y os hago buen precio.

-Ochenta, o me la llevo a otro lugar, que seguro que por el mismo trapo me aceptan las cincuenta monedas.-y se llevó la mano a la empuñadura.

El mercader aceptó el trato, más por engañar al Mallister y embolsarse ya el oro que no la amenaza del acero. Entonces Lisena se giró, que hasta entonces no había dicho ni una sola palabra, sólo respiraba, como si la hubieran convertido en una gárgola de frío mármol.

Mercante, mercader.
Ragazza, chica.

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Lisena
La tela no era basta, de hecho era propia de ropajes de burgués, claro que no de aquellos tan adinerados, sino de más humildes. En cambio el color lo compensaba, tan vivo y brillante, y eso era lo que a la muchacha le había engatusado. Brillante, como su cabello oscuro, que al mecerse con el aire se podía confundir con el abrir de las alas de un cuervo. La sonrisa se le escapaba de sólo pensar en lo bella que estaría si vistiera unas faldas con aquella tela, pero tenía apariencia de ser cara, al menos para su bolsillo, y justo cuando estaba por darse media vuelta y volver junto a la comitiva mercantil en la que Fabio estaría rindiendo cuentas al de la Vega, éste último se aproximó al puesto en el que ella se encontraba, manzana en mano, e interactuó con el hombre, de avanzada edad y sagaz en aquel tipo de negocios.

Se había quedado petrificada. No se esperaba que el Mallister tuviera tal arranque de galantería y se dispusiera a conquistarla con aquellos detalles. Y le costaba, vaya si le costaba. La sonrisa que él le proporcionaba lo demostraba con creces, y ella no pudo sino reírse. Muy por lo bajo, cediéndole los turnos al hijo de la Condesa y las respuestas al comerciante. En cuanto hubo cerrado el negocio, supervisó que la compra fuera bien doblada y empaquetada y la tomó entre sus manos. Convidó después a andar al Mallister, aún con la roja manzana. Quiso quitársela, y en un descuido de éste lo hizo: se la arrebató de las manos con la rapidez y la astucia propias de un halcón, y con la misma mirada que el animal hubiese proferido a la presa, zigzagueó entre la muchedumbre, queriendo jugar a esconderse, mientras iba comiendo la brillante manzana.

A cada mordisco, un aspaviento se clavaba en el cuerpo de Césare (y no concretaremos la zona).


¿Te das cuenta que si quisiera ya me habría ido? - Le fue diciendo, acercándose de nuevo hasta él y caminando ésta vez de espaldas, sinuosa, amenazando con caerse o chocar contra alguien.- Tienes suerte de que me sienta obligada a pedir disculpas a la de Bétera. Dime, ¿qué te ha hecho pensar que la quería? La tela. - Puntualizó, jugando ahora con su envenenada lengua de adolescente y sacudiendo los cabellos con reiterada parsimonia.- No me esperaba algo así. Grazie. ¿Grazie? ¿Se dice así, verdad? Fabio me ha enseñado muchas cosas. Acabamos de estar en un mercato, y justo donde se han detenido tus guardias, y se supone que debe estar el carro, está la chiesa. ¿Ves? Aprendo rápido.

Se congratuló de causar aquella impresión en él. Jugaba con sus ideas, le confundía su actitud: ora irascible, después en guardia, dejarse querer y negarse al rato, su querer jugar incesante y las manifiestas ávidas ganas de hablar a todas horas. Paró un segundo y se volvió al frente, dándole el último mordisco de provecho a la fruta, delicia al paladar, para arrojarla al suelo con cierto desdén. Se hallaban frente al carro, los guardias, Borbón y Fabio. A tan sólo diez metros, lo que consideraba una distancia prudente para seguir inquiriendo.

A todo esto, ¿qué es lo que custodias en ese carro y por qué es tan importante? Sigo sin entenderlo.

Finalizó, torciendo el gesto en un impulso irrefrenable de incredulidad, y se aferró a la idea de que respondería con la más absoluta sinceridad como a un clavo ardiendo.
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Cesar


Observaba sonriente a la joven saltar, esquivar, y jugar con la muerte mientras volvían. En más de una ocasión estuvo a punto de yacer bajo algún animal más grande que la de Toledo. Ella hablaba, locuaz como siempre, sobre trivialidades. Él miraba con deseo la manzana, mientras se aproximaba esta a los carmesíes labios de Lisena. La odiaba: juguetona, arisca, cercana y a la vez distante. Le sacaba de sus casillas tanta maldad reconcentrada en tal diminuto ser.

Cuando quedaban unos cuantos metros antes de llegar al carro, la morena giró sobre sus talones, clavando otro puñal al Mallister, que tenía la guardia baja.

-A todo esto, ¿qué es lo que custodias en ese carro y por qué es tan importante? Sigo sin entenderlo.

Hizo una muesca de desagrado. ¿Acaso nunca dejaría de preguntar siempre sobre lo mismo? Hizo ademán de seguir avanzando, pero la Álvarez se había clavado en el suelo.

-¿Y bien?

¿Y bien? ¿Qué respuesta era esa de una plebeya hacia un noble? Sin pensárselo dos veces la cogió como un saco, y se la puso en el hombro. Como una histérica empezó a patalear y gritar sandeces y burradas, menos mal que no volvió a mencionar a la señora de Bétera.
Recorrió los pocos metros que distaban de la comitiva y la lanzó sobre Borbón. Lisena se revolvía intentando sentarse bien, viendo que no tendría otra opción, por el momento. El Mallister asió con fuerza las riendas del animal, a la par que lanzaba una letal mirada a Fabio. Más tarde tendría una conversación con él.

-Callad y seguidme, ya os contestaré más adelante.-dijo a la morena.

Y como si de un siervo o paje se tratase, Césare condujo a Lisena, sobre el caballo, a pié hasta una plaza, en la cual se separaron. Los soldados hacia la posada, y el italovalenciano hacia una taberna.
Allí dejó el caballo y no esperó a que la de Toledo bajara, entró en el interior dejándola sola. No pasó mucho antes de que con cara de odio hiciera escena la joven figura y fuera a parar a un banco próximo al de la Vega.

-Este es un lugar mucho más tranquilo y plácido para contestar a todas esas preguntas que en la calle sería de incautos responder.-pidió una jarra de vino.-¿Qué queríais saber?...

Empezó a rellenar la copa. Pero debía moderarse, no quería someterse a la embriaguez.

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Lisena
Había aferrado su tela nueva a su pecho, queriendo sostenerla entre sus brazos con recelo de niña. Tan sólo se atrevía a liberar una de sus manos para sostenerse a la montura, rodeando la cintura del Mallister, y sólo cuando el caballo se encabritaba ligeramente. Jamás había estado sobre un caballo, y se podía decir que la primera vez no le había causado mayor entusiasmo por ello.
Además, el hecho de que el Mallister la hubiese dejado sentada sobre el animal no era plato de buen gusto. Al menos para ella. Era unos centímetros más baja que Césare, su frente quedaba a la altura de la barbilla de él, y en comparación con el animal, la pobre Lisena no se veía capaz de bajarse del caballo sin caerse. Por ello, y armándose de creciente valor, guardó la tela en las alforjas del Mallister y dio un salto largo. Cayó mal, era obvio, con una rodilla en el suelo y el tobillo de la otra apoyando. Se hizo daño, pero no era nada que con un poco de descanso se reparase. Entró después en la taberna, con un humor de mil diablos y, a Fe, que si Satanás estuviera allí, ya se lo había llevado por delante.


- Este es un lugar mucho más tranquilo y plácido para contestar a todas esas preguntas que en la calle sería de incautos responder... ¿Qué queríais saber? -le dijo con cierto descaro, descaro que no le había agradado en absoluto.

Se sentó frente a él, con el mismo descaro y frivolidad que el Mallister la estaba inquiriendo ora a ella. Incluso se podría decir que al abrir las piernas para sentarse en el banco de la mesa sólo buscaba provocar. Llegó una jarra de vino a la mesa, a manos de una joven tabernera que miraba con interés al Mallister e indiferencia hacia Lisena. Se le escapó un chirriar de muelas.

Césare rellenó su vaso.


¿Por qué me dejas tirada ahí, sobre el caballo? Me he despeñado para bajarme, que lo sepas. ¡Y vuelve a tutearme!, no me gusta que te dirijas a mí así. -le dijo, con un tono de voz infantil. Se encontraba muy cansada de todos aquellos días de viaje, que quedaban ya atrás, y de las dos noches desveladas desde que se encontró con el Mallister. Y tenía hambre, y empezaba a sentir un molesto hedor en sus vestimentas. Y el pelo estaba enredado, y su rostro manchado. Seguía teniendo hambre. La boca se le hacía agua con los platos de comida que pasaban de un lado a otro.- Te decía que a ver qué es lo que llevas en el carro y por qué te importa tanto. No creo que tenga mucha importancia cuatro cosas que pueda llevar un comerciante, así que dime, ¿para quién trabajas?

Se le antojó entonces mirarle interrogante, con cierto gesto de súplica, y cruzando los brazos sobre la mesa, recostó el rostro sobre ellos, mirándole de soslayo y humedeciendo cada cierto tiempo los labios con la lengua.
Desde aquella vista, Césare cobraba una imagen diferente a la que Lisena había concebido. Le resultaba más apetecible, ya que el mismo se demostraba más cercano, y la sóla idea de que demostrara un ápice de generosidad desinteresada hacía que la balanza de la confianza se posicionara a su favor.

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Cesar


Aquella taberna que hacía esquina carecía de dos paredes, por tal de refrescar con la brisa a los presentes. Habían construido un rudo tablado de madera para los meses de invierno, pero por aquellas épocas estivales estaba ya desmontado.
Gracias a la carencia de ese espacio cerrado, se podía ver como el sol pronto alcanzaría su máxima altitud, para luego, más tarde, volver a descender dando paso a la noche. El calor era notorio y cualquier brisa se agradecía.

Y allí en medio estaba ella. Andrajosa, con el pelo enredado, morena por el sol de esos dos días de viaje junto a él, y muy desfavorecida por la masculina ropa que llevaba. Esa impresión causó en lo más hondo de su ser una especie de rechazo. ¿Cómo había podido intentar seducirla? ¿Con esas pintas?
Estalló en sonoras carcajadas, atrayendo todas las miradas, cuando Lisena le enseñó las manos magulladas al caer mientras con gran exageración narraba sus aventuras sobre Borbón.

-Sí, sí, te tutearé, como gustes…-se llevó el vino barato a los labios entre pequeñas sonrisas que no podía esconder.

Ella le escrutaba el rostro y humedecía los labios cada cierto tiempo, cosa de la que se percató. Le acercó, sin levantarse de su sitio, la jarra. Con una sonrisa por bandera observó su reacción, que primero, sin prisas y manteniendo las formas, bebió, pero tragaba de manera desesperada. Sedienta. Entonces al Mallister le rugieron las tripas como si de un cuerno en la batalla se tratase.

-Como no sé si eres comestible, pediré algo a la tabernera, no vaya a ser que te me atragantes…-rio para sus adentros, pero afloró en su rostro de nuevo esa sonrisa socarrona.-¿Quieres algo en especial?

Y sin esperar respuesta alguna, hizo traer comida, más para saciar el apetito que para deleitarse de los manjares. Mientras, seguía esa pregunta en el aire. No sabía como contestar sin decir demasiado y que a la vez se quedase contenta y callara. Le diría cuatro tonterías y medias verdades.
Trajeron el rancho. Y empezaron a comer, entre bocado y bocado el de la Vega hablaba.

-Bien, nos dirigimos a Roma, la città eterna. En ese carro destartalado en qué, a parte de la obviedad que ves, hay varias cajas con contenido de carácter personal de Papa. Las escoltamos hasta allí. No tiene más, aunque bueno…-no iba a contar la otra parte.-Jamás pensé que tendría que llevarte a cuestas.

Y le rellenó la copa e instó a beber. Quería cambiar de tema. La muchacha no era más que un dolor de cabeza ahí. Sin embargo aún no se había deshecho de ella. Odiaba cuando se le resistían más de lo que él mismo encontraba gracioso. Y para él, Lisena, tendría que haberse rendido a sus encantos la misma noche que mandó desnudarla. Y por eso, por orgullo propio no pararía hasta que cediere.

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Lisena
Se le llevaban los demonios, más aún cuando la tabernera se le acercaba con aquella picardía en la mirada y los encantos a medio descubrir. Se fijó en su andar. Se inclinaba de más al dejar la comida y la bebida. Lisena haría lo mismo más adelante. Pero por el momento, no hacía más que observar el gesto socarrón de Césare.

La comida no era ningún manjar, pero le resultaba un alivio al paladar que nunca antes había disfrutado como aquel día.


Así que hacia Roma, la ciudad eterna. -Dijo, incorporándose en su asiento y echando el rostro hacia atrás, en actitud desafiante nuevamente, alzando la barbilla y mirándole con la superioridad que jamás se le atribuiría.- Con la Iglesia hemos topado. ¿Y qué piensas hacer conmigo? Porque de lo de anoche no parece que te acuerdes...

Las facciones del hombre cambiaron por completo, y con un regusto a victoria, le esbozó una sonrisa más cruel que inocente. Le miraba fijamente, adoptando ahora una actitud de mujer que jamás se había visto en ella. Se sentía herida en el orgullo, y no podía consentir tal afrenta hacia su persona. Puede que fuera una simple criada, pero se las valía de por sí sola y tenía pensado demostrarlo.
Apartó los cabellos al instante, echándolos hacia la siniestra, y comenzó a desenredarlos como buenamente podía con la mano. Torcía ligeramente el rostro, y le miraba con la misma sonrisa de antes, ligeramente ataviada de engaños de fémina, y fue haciéndose una trenza poco a poco. La camisa, tan ancha, le descubrió un hombro.

Y por la cara no os preocupéis, que al secarse la boca de vino se llevó la porquería de las mejillas.


Por cierto, ¿sigue vigente lo de llevarme a Valencia? Porque me llevas a todas partes y no veo que tengas realmente intenciones de llevarme hasta donde tu madre. Se te echa el tiempo encima... y no todos los caminos llegan a Roma, querido. -le fue diciendo, sugerente, mordiéndose el labio. Estaba consiguiendo que a Césare le cambiara la cara. Y así le iba a dejar, con el rostro cambiado.

Tenía intenciones de coserse una falda, ¡suerte! ¡Suerte que se había hecho con un corpiño anteriormente! Por lo que, altiva, herida en el orgullo y dispuesta a volver a negarle la palabra, se alzó y le miró con el ceño fruncido.

Mentía. Seguiría hablándole.


¡Y hazme el favor de dejar de mirar a esa pelandrusca! -se le escapó, fuera de sus casillas. La tabernera le miró muy mal. Bueno, mal no, lo siguiente. ¿La respuesta?- ¿Y tú qué miras? ¡Si no me entiendes qué haces, sigue trabajando!

Y muerta de la vergüenza, volvió donde Borbón, a por su tela, y a sentarse junto a Fabio. Era el único que la trataba con respeto. Recelo, pero no dejaba de ser respeto.
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Las mentes privilegiadas tienden a pensar igual
Cesar


-¡Y hazme el favor de dejar de mirar a esa pelandrusca! ¿Y tú qué miras? ¡Si no me entiendes qué haces, sigue trabajando!

Aquellas palabras dejaron anonadado al Mallister. ¿Qué diantres le pasaba a ella ahora? ¿Es que su locura no tendría límites? El italiano no entendía nada. Y con la boca semiabierta, tanto como para que se cuele una mosca, vio marchar a la desdichada y cada vez más incomprensible joven. Sin embargo encontró otra distracción.

La tabernera que les había servido se miraba al signorino con una sonrisa, mientras veía marcar a la de Toledo. Césare le respondió con otra sonrisa. Bebió un poco de vino.
Bueno, no me vendrá mal. Pensó. Al fin y al cabo, hay cosas peores...


Más tarde, de la parte trasera del local de mala muerte, salieron una joven, correteando y enrojecida por el movimiento realizado, y un hombre. Césare se arreglaba la ropa, colocándose todo en su sitio, alisando las arrugas y colocando cada pliegue donde pertocaba.
Estaba más alegre. Y desde luego el camino hacía lo posaba en la que descansarían ese día y acabarían de recuperar fuerzas tras un buen baño se le haría más corto. Primero cogió a Borbón, pero no se montó en él. No le apetecía. Deseaba pasear un poco, saber de la ciudad. Por delante ya quedarían tres jornadas de largo camino.
Tomó la primera calle, una amplia avenida cuasi paralela a la vía que debía tomar. Unos paso más adelante giró, introduciéndose en un pasaje algo menos transitado. Este a su vez daba a una rambla que moría en la plaza central de Grosetto. Una vez allí, debía cruzarla y tomar otra callejuela en la que se encontraba fonda. Pero para su sorpresa, al torcer la esquina, se encontró con un curioso grupo.

Lisena, de pie en medio de un semicírculo, se encontraba flanqueada por varias meretrices. Parecían mantener una acalorada conversación, donde un par de ellas hablaban más que el resto de cortesanas. El joven no oía bien que decían, sin embargo, estuvo un rato aguardando, a la espera de algo, que no sucedió. Al final, aburrido, decidió interceder. Con el equino como único aliado habló nada más entrar.

-Vaya, chiquilla, veo que ya te juntas con las de tu profesión.-sonrió de forma burlesca hacia las rameras.-Enseñadle bien el oficio, que la putanna no quiere ganarse el pan.

Si ella era capaz de enfadarse por unas miradas indiscretas de la tabernera, él le iba a demostrar que esa tendría que ser la última de sus preocupaciones.

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Lisena
Ni si quiera el caballo apreciaba su compañía por aquel momento. Fue acercarse a él y volverse hacia el otro lado, arisco, y tratando de darla una coz. Por suerte, ella ya había cogido la tela, empaquetada en algo semejante a la tela de un saco, y aún más ofendida por la afrenta del corcel, volvióse huraña hacia quién sabe donde, desembocando en una callejuela tras el antro en el que, por cierto, aún se encontraba Césare.
El barro, las mujeres y los polluelos se aglomeraban tras las esquinas y junto a las paredes del barrio, muy mal acondicionado y caldeado por hombres ebrios y de humor alegre. Faldas a medio subir y camisas muy descocadas. Colores vivos, alegres, recogidos o cabellos sueltos en ellas, y un sugerente rubor en las mejillas que daban por hecho la condición de las muchachas que se aposentaban frente a todo aquello que se moviera y sonara a monedas. Se entretuvo mirándolas; sabía que no era de buen grado quedárselas mirando, mucho menos a aquellas, pues tenían apariencia de peligrosas y rebeldes, y que tampoco tenía nada de atractivo para una mujer ser como ellas, pero en cambio admiraba el valor que tenían por exponerse de aquella manera, sin remilgos y descaradas, enfrentándose incluso a los alguaciles, los cuales mucho de ellos preferían unirse al enemigo antes que enfrentarse a él.

Un corrillo de meretrices la acorraló de pronto, descuidada como estaba. Una de ellas le quitó la tela, juguetona, y quiso que sus compañeras hicieran igual.


* Ti sei perso, setola? Non mi capisci?, meglio! Che cosa porti lì? -iba diciendo, hasta que otra participó.

** Laissez la fille! Peut-être qu'elle ne parle pas en italien. Probablement elle est française. Tu me comprends, belle?

No, no entendía nada de lo que la estaban diciendo, y cada vez tiraba más del paquete hasta que la italiana consiguió arrebatárselo. Una repentina sensación de desprecio se apoderó de la joven flor de Lis, la cual miraba con angustia a los ojos de la italiana desafiante, y con la advertencia sellada en el rostro pálido.

¡Estáte quieta, déjalo! ¡Es mío! ¡Devuélvemelo ahora mismo! -instaba, inquieta, haciendo esfuerzos y sobrehumanos estragos por hacerse con lo que era suyo.

* Porpora! Al meno la setola ha buon piacere, chi te l'ha comprato?,-decía, con fluida rapidez, y mirando a Césare volvió a hablar- oh... Capisco già.

El paquete cayó al suelo, la tela entre las manos de la mujer y Lisena, a punto de estallar, intentaba cogerla. Dos se reían, la francesa se lamentaba, compadecida, y una quinta quiso detener aquel abuso. También era italiana, pero se veía que era mujer de mundo. Y de gentes, sobretodo de gentes. El castellano no era su fuerte, pero se desenvolvía (quizás el francés lo fuera). Unas pocas palabras en italiano y, la que andaba con la tela, la miró con desdén y se la devolvió con cierta envidia.

Deberías aprovechar mejor lo que tienes, y no hablo de la tela. -le fue diciendo, mientras Lisena le escrutaba con recelo. Debía de tener más años que el resto, por lo que sería a la que más respetaban dentro del corrillo. Entrada en años, maltratada por la vida, como queráis decirle: el caso era que ella manejaba a todas.- Ya me entiendes. ¿Le ves ahí?, hará lo que quiera, no te confíes. Así que será mejor que sepas engatusarle con las armas que Dios nos dio, las armas de mujer. ¿Comprendes? A los hombres como él les gustan las descaradas camufladas de inocencia. ¿Lo entiendes ahora?

Estaba un poco confundida, pero lo cierto era que empezó a entenderlo mejor. Se le inundaban los ojos de lágrimas por derramar, conteniéndolas con la misma fiereza de una gata aferrada a sus crías, intimidada y absorta por los espesos olores de los afeites de las mujeres. Y vigilaba el recorrido de Césare mientras tanto, a lo lejos, ignorando la presencia precavida de la tabernera. Pero lo cierto era que la mujer tenía razón y que no podía descuidarse ni un segundo. ¡Por descuidarse, precisamente, se encontraba en aquella situación! Y cuánto le angustiaba a ella, de nuevo, tener que defenderse de cinco a la vez.

Y si te ha comprado eso más te vale que sepas usarlo a tu favor, niña. Cómo se nota que eres nueva en esto. -continuaba la otra, convencida de lo que decía. Razón no le faltaba, y razones mucho menos, porque la vida ya le había demostrado lo suficiente en aquel oficio como era el suyo, y compadecia por Lisena, al igual que la francesa, quiso disculparse de aquel modo: aconsejándola sobre la vida, que tanto se había llevado a cambio de muy poco.

¿Pero de qué diablos hablas?, yo no soy como ninguna de vosotras, ¡ni soy nueva en nada! ¡Tened más cuidado con lo que decís o...!

¿O qué? Me dirás que no pretendes nada... Muy bien, niña, vas aprendiendo mejor las cosas. Sólo que... te falta algo.

¿El qué?- se sobresaltó.

La meretriz se sorprendió por la fiereza y el arroje de la muchacha, por lo que la asió por las manos, adecentó los cabellos de Lisena e hizo que cobraran volumen, dándola un aspecto felino. Mellizcó sus mejillas y, de improvisto, rasgó el cuello de la camisa sin que ésta pudiera responder. La morena pegó un bote, y fue a contestar de muy malas maneras, de no ser porque el Mallister ya había intercedido entre ellas. "La putanna, la putanna". No hacía más que repetir lo mismo. Y lo más interesante era que aún no la había mirado, con aquellos ojos que imploraban clemencia y el sutil atractivo que desprendía su nueva imagen. Despechada aún, decidió marchar donde Fabio, a apenas unos metros, observándolo todo; la estaba esperando como si fuera un guía de la villa y quería enseñarle a Lisena unas flores silvestres que había cogido para ella, con la sonrisa pintada en los labios y la inocencia por bandera en su mirar. Se acercó hasta él; éste pensó que la joven, su nuevo amor platónico, se aproximaría y le agradecería el detalle, pero fue decepción lo que recibió al verla pasar de largo. Y se lo llevó por delante.

Al mismo tiempo, la meretriz se dirigió al de la Vega.


Signore, deberíais entender que la chica no se ganará ningún pan, por bueno que sea, hasta que tenga una mejor oferta.

Y al tiempo que el Mallister respondía la insensatez de la mujer con una bofetada, las flores de Gaviolo cayeron sobre el barro de la calle, pisoteadas ya por los perros de Grosseto.

* 1) ¿Te has perdido, cerda? ¿No me entiendes?, ¡mejor! ¿Qué llevas ahí?
2) ¡Púrpura! ¡Al menos la cerda tiene buen gusto! ¿Quién te lo ha comprado?, oh... Ya entiendo.

** ¡Dejad a la chica! Quizás no hable italiano. Seguramente es francesa. ¿Me entiendes, bonita?

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Cesar


Aquellas palabras le hirieron el orgullo. Si odiaba algo aun más que la rebeldía era que le dejasen en ridículo. Tras cruzarle la cara a aquella mujer se llevó una mano al cinto, buscando la espada, pero se encontraba en Borbón, con la otra mano, señalaba incriminatoriamente. Su rostro denotaba ira contenida.

-Vecchia!-la mujer empezó a asustarse.-¡No sabes con quién estás tratando!¡Ni se te ocurra, plebeya, a volver a tratar a alguien de la alta nobleza como me habéis hecho! Porque os juro que os haré colgar de los pulgares después de pasar mil torturas.

Dio media vuelta, encarando el hostal. Dio unos pasos, titubeó. Volvió a girarse y miró de nuevo a aquella mujer. Se acercó a grandes zancadas hasta ella y la cogió del brazo. Rápidamente el resto de meretrices la socorrieron. Haciendo fuerza consiguió separarla, lanzándola hacia su retaguardia. Sacó la fiorentina.

-Ahora me la llevaré para que enmiende el agravio que ha hecho.-y volvió a cogerla dando la espalda al grupo de lloronas que paso a paso, atrás quedaban.

Pronto estuvo de seguir a la de Toledo. Pasó junto a Gaviolo, que parecía profundamente compungido. Le dio igual, y con un empujón que lo llevó al suelo entró al lugar.

-Mira, estúpida, ahora como que me llamo Césare Mallister y soy el hijo de los condes de Bétera, vas a enseñarle a esa niña todo cuanto sepas. Y vas a hacerla más afable. Capito?-La zarandeó de nuevo. Gritando.-Capito!?

Dijo que sí con la cabeza. Se la veía altamente alterada, pero hizo cuanto deseó il signorino. Fue a buscar a la moza. Y el Mallister ya no quiso saber nada más de ellas. Hizo llamar al servicio para que le prepararan un baño. Estaba exhausto, cansado y le apetecía algo de calma. Se pasó ambas manos por la cara, deseando que ese día pasara. Quería llegar ya a Roma, y aun quedaban tres jornadas, como mínimo. Después a saber que destinos había marcado el Altísimo para él y ese viaje.
Tardaron un poco hasta que le hicieron pasar a una habitación. No quiso que nadie entrara. Necesitaba un rato de reflexión en el agua. Empezó sacándose la camisa y el resto de prendas. Con una pastilla de grasa animal, en el interior de aquella bañera de madera, y una jarra, empezó a lavarse. Primero se frotó los pies, ennegrecidos. Las manos también eran dignas del mejor minero, sucias. Siguió echándose un poco de agua con la jarra por encima, resbalando el líquido por sus cabellos rizados. Cerró los ojos y se dejó llevar por aquella sensación refrescante.
Se miró algunas heridas antiguas, otras de más recientes. Alguna cicatriz, pero pocas, y en general observó su anatomía, regocijándose de la perfecta juventud de su cuerpo. Se consideraba alguien sin competencia, aunque quizás no fuere del todo cierto, pero ese carácter arrogante suplía cualquier defecto que además, era escondido con sumo recelo.
Entonces, la puerta se fue abriendo, poco a poco, hasta quedar de par en par.

Vecchia, vieja.
Capito, entendido.

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