Valencia, undécimo día del duodécimo mes, Anno Domini MCDLX...
Llovía, y las pesadas gotas de agua mezcladas con nieve caían lentamente, empapando los tabardos y sobrevestas de los defensores de Valencia, colándose por debajo de cotas de malla y armaduras de acero aún más frías que el propio hielo. Y allí estaba el recientemente investido Conde de Gandía, intentando parecer insensible a aquel estado de congelación, a pesar de que tenía los pies mojados, y el estandarte de su escasa gente había dejado de ondear, volviéndose tan rígida su tela que cualquiera podría decir que si se la golpeaba se partiría en pedazos. Miró su escudo, que llevaba sus colores, los de su casa, los mismos que aquel congelado estandarte. Con poca alegría recordó que aquello serviría para distinguirlo entre los cadáveres si llegaba a morir en batalla.
Exhaló, y observó condensarse su blanco aliento. Se frotó las manos, acercándose más al fuego. Aún no entendía como los soldados habían logrado encender siquiera una llama en condiciones tan adversas, llama que les iluminaba y dejaba ver sus rostros a medias. Sin duda se trataba de un ejército bastante dispar. Habían hombres de armas, entrenados para la guerra, hombres humildes reclutados en leva y acostumbrados más al arado que a empuñar una espada, caballeros nombrados que aún no habían recibido su bautismo de fuego, y nobles curtidos, veteranos de incontables batallas. El podría considerarse entre esos últimos, y un algunas cicatrices podrían demostrarlo. Había combatido en la secesión del Principat, en toda guerra civil y conflicto aragonés bajo el Reinado de Sorkunde, en la rebelión de Caspe, en la Guerra Santa, contra l'Hydre, contra Ordine Brigante, y ahora contra ese heterogéneo grupo de bandidos catalanes, menestrales reos de la justicia, mercenarios suizos y Leones de Judá.
Y había vivido y matado en todas esas guerras, que para él no eran más que escaramuzas insignificantes, a comparación de las guerras que se libraban en Francia y las Repúblicas y Ducados de la península itálica. Suspiró, mientras entraba lentamente en calor. Su impertérrita mirada se volvió hacia sus manos, hacia su anillo de oro en el dedo anular.
-Hasta que la muerte nos separe...-reflexionó, recordando a su esposa y a sus hijos. Definitivamente no quería separarse de ellos. Maldijo para sus adentros la melancolía del soldado, alejado de su familia y de sus posesiones. Sin duda era algo que muchos allí presentes compartían, conscientes de la pena de quienes los esperaban en sus hogares. Y el Borja, ensimismado y con porte estoico, aguardaba el paso de la noche, velando, de guardia. Su mirada pasó del fuego a perderse en la penumbra de las calles de la ciudad que llevaban hacia la plaza del ayuntamiento, dónde tras barricadas y otras improvisadas estructuras, se concentraban ellos, los defensores.
Aquello se había convertido en una batalla urbana por el control total de la ciudad, que ya había durado varios días. El de Gandía aún sentía el ardor de aquellas leves heridas en su costado, que le impidieron defender durante todo un día. Y sabía que todo se extendería bastante más. Llevaban varias noches sin dormir, y hasta ahora los invasores no habían podido hacerse con el ayuntamiento. Sin embargo, suyo era el Palacio de la Generalitat, y habían expulsado todas las tropas armadas valencianas de aquella parte de la ciudad, junto con los gobernantes legítimos, que aún sin oficinas seguían considerándose en el poder. Él continuaba recibiendo tratamiento de Gobernador, y firmando como tal, por más ejércitos que estuvieran en el recinto de su ciudad capital.
Pero todo se reducía en aquel momento, para los soldados valencianos, en retener en su poder aquella plaza de la ciudad, convertida en "plaza de armas". Si aquella plaza caía, la ciudad entera caía, y con ella las instituciones que albergaba. Volver a hacerse con el poder, requeriría mayores esfuerzos, y mayores bajas, que nadie deseaba asumir. Por eso, resistir férreamente era la única opción. Y aquello harían esa noche, no sin muchos haber dado la vida por el Reino.
El Borja distinguió el brillo de una antorcha en la lejanía. Aguzó la mirada. El fuego se reflejó en una espada, y pudo distinguir con considerable nitidez las facciones de aquellos que se precipitaban sobre ellos, corriendo ya, cabalgando otros, al grito de "Desperta ferro" algunos, y de arengas en francés otros. ¡Cuantas veces había escuchado aquello, luchando siempre contra los mismos enemigos!. Mas para él era extraño oír palabras en catalán, casi idéntico al valenciano que había aprendido, mezclándose con la lengua d'oïl, notoriamente germanizada. Sonaba gutural, poco natural.
-¡A las armas, a las armas, nos atacan!¡Démosle a esos cerdos montañeses su merecido!-vociferó el Conde, siendo su grito uno más entre los de la multitud, que se apresuraba a recibir la carga del enemigo, obstaculizada por cajas y bártulos destruidos, maderos y toneles, así como por demás objetos con los que habían armado aquellas improvisadas barricadas. Los capitanes rugían órdenes, y todo era brío, que no tardó en convertirse en confusión.
Y aparentemente, esta vez, los almogavers se habían ahorrado el sacarle chispas a sus aceros con el pedernal mientras rugían como posesos, e iban mejor armados que con una azcona y un coltell. Le sorprendió ver como habían reemplazado el bagaje ligero y su estilo de guerra tradicional por pesadas espadas y escudos.
-Pero siguen siendo los mismos bárbaros de las montañas...-pronunció, desde la subjetividad más plena, mientras desenvainaba, y estrechaba filas junto a sus otros compañeros, para contener la carga de sus enemigos.
Todo lo siguiente fue muy rápido. Su afilada schiavona alcanzó a cercenar la pata delantera de un caballo que se precipitó con su jinete sobre ellos rompiendo la formación, chocó su escudo contra el de sus atacantes, esperando retenerlos y recomponer la fila, lo levantó para hacer posible una estocada, y una lanza, que no era más que un bastón con punta de acero, le hirió en el costado, herida que hubiera sido mucho peor si los anillos de la cota de malla no hubieran frenado el impacto. Perdió de vista a aquel almogaver de Puigcerdà en el fragor de la batalla, cuando aún más atacantes se precipitaron sobre ellos. Alzó su escudo para guarecerse de un mandoble de una espada de dos manos que lo hubiera partido en mitades (o eso le pareció ver), y éste se quebró. La espada se había hundido entre los cuernos del toro. Mas el siguiente espadazo, que intentó parar con su propia espada, partiría la hoja de su arma e impactaría en él, a la altura de sus costillas, con tal violencia que traspasaría toda placa de acero de su armadura y la cota de malla debajo, cortándole.
Y de esa forma había caído, gravemente herido, sangrando. La sangre, cálida, manaba de sus heridas, visible a través de su armadura, y aquel agónico dolor opacaba a cualquier otro pensamiento o sensación. Lo que le había hecho la lanza solo era un rasguño a comparación. Pero era fuerte. Sobreviviría. Intentó reincorporarse, pero no pudo voltearse. Poco a poco, los gritos se extinguían, y llegaban a él alaridos, palabras apaciguadoras y órdenes sobre qué hacer con cadáveres y heridos.
En aquel momento, se le hacía tan distante la despedida de su esposa y de su Reina, que había partido a explorar los caminos al norte de Segorbe. Se le hacían igual de distantes las cartas enviadas alertando de la situación de la capital, y las palabras intercambiadas con la madre de sus hijos.