Lisena
Valencia no era tan concurrida como Roma, sin embargo, era igual de fácil hacer que te perdieran la pista. Las gentes, el bullicio, el ruido... Y la desesperación. Maldita Lisena. Maldita mil veces.
Huesca era una ciudad de olores. Los sabores quedaban reservados para el noblerío, al igual que otros tantos placeres y mundanos vicios, pero aquello era algo que poco o nada pudiera interesarle a la ahora castellana.
¿Que cómo llegó a Huesca? Tuvo que dar muchas vueltas, a decir verdad, y ninguna de ellas fue sencilla en absoluto. Resumámoslo con que huyó de Valencia, resuelta ante los acontecimientos, atravesó Cataluña y Aragón, descubriendo su parentesco con cierto Marqués y asentándose después en Castilla, dentro de la servidumbre de la Marquesa de Santillana, con la certeza de que jamás volvería a pasar mayores penurias de las que podría haber pasado a lo largo en su vida, y en especial en La Toscana. Era la costurera de la Duquesa y con afanes de que ésta mejorara, doña Urania de Winter la había confinado a los reinos tanos, de nuevo, para que aprendiera a manejar mejor los brocados y, cómo no, saber tratar los caros damascos de Venezia entre sus torpes manos de niña. Cierto era que la joven flor de Lis tenía un don para la costura y que muchas veces complacía a su nueva señora, así como había adoptado mayor delicadeza en el uso de sus manos, pero ésta gustaba siempre de mejorar, tanto sus enseres como servidumbre y gustos, y no había dudado ni un solo momento en enviarla a los confines del mundo si hacía falta, haciendo ademanes de buscarla buena fortuna de aquel modo.
Lisena aceptó. Lisena no sabía decirle que no a la Marquesa. Por ello, se hallaba allí, en Huesca, de paso para arribar a territorios franceses, queriendo conocerla al menos para poder contarle algo a la de Santillana mientras cuando la estuviera probando los caros y lujosos vestidos que le hacía, siempre teniendo como excusa aquellas distracciones al clavarle los alfileres. Y ella, que gustaba además de hacer agasajo de sus nuevas adoptadas excentricidades, la extendió una bolsa llena de monedas de oro al tiempo que le decía Toma, niña, compra telas, que en la Corte de Castilla ahora soy yo la que impone moda, ¡y tenemos que importar, que hay que mover la economía, que me lo ha dicho mi tito!.
Por todo esto, más aquello, la morena se dispuso a vagar entre las calles empedregadas de la ciudad antes de abandonarla para transcurrir por la siguiente, del mismo modo que seguía divagando en sus asuntos, banales o no, pero que siempre desencadenaban nuevas ideas a cada cual más maquiavélica y rebuscada. Y se preguntaba, cómo aún tras pasar un año, podía acordarse del rudo e insensato valenciano.
Ingenuo... pensó, y riendo entre dientes se dispuso a imaginar cuál habría sido la cara que se la habría quedado. Amarga, ¿tal vez? Eso esperaba. Aquello por maltratarla. O quizás mejor... De furia. Una niña le había burlado. Y no sería ni la primera ni la última vez.
Pero tampoco podía negar el hecho de que, a pesar de cuantas ofensas había sufrido por su causa y de otros tantos disturbios ocasionados a su cuenta, el Mallister se había hecho querer, al menos un poquito, en cuestión de afectos nada decorosos. Fue el primero en su vida, y pensaba que, ojalá, tampoco fuese el último. De cualquier modo tampoco le deseaba la buena ventura que ella misma se disponía en buscar, por lo que asiendo sus caderas en sinuosos movimientos, más marcadas que en el anterior año, continuó pensando en que se merecía un poco de mal y desgracia. Valoró entonces que quizá le hubiera ocasionado pena alguna ante tanto entregado y poco recibido. ¿Pero qué iba a hacer ella, más que aprovechar? La vida estaba llena de perros en busca de comida y en su mayoría mordían la mano que les daba de comer. No iba a ser ella menos.
Entre aquellos pensamientos y otros tantos más, se acercó a la plaza mayor en donde se concentraba mayor bullicio y algarabía en comparación con el resto de las calles de la villa. Debía de haber algo en especial, una función o por el estilo, pues se había edificado un escenario a base de tablones y cubierto su revés con telones. Y se escuchaban risas, y aplausos, y gritos y una cabra a lo lejos. Animada por su naturaleza curiosa, se aventuró hacia el centro del público y fue tratando de coger el hilo al diálogo entre los personajes. Un hombre, el amigo de éste y una cabra en escenario, y al cambiar de cuadro, aparecían una mujer y su padre junto a un cura. Eran diálogos animados, con la sagacidad como protagonista, y por lo que parecía, causaba gran impresión entre el populacho que, excitado, provocaba aquel jolgorio de risas ante el llanto desconsolado y exagerado de la mujer.
La muchacha, Lisena, no fue menos. También rió acompañando al resto, más abstraída por la cabra que había escapado al entablado a embestir al cura que por la actuación del padre, llevándose ambas manos a la boca y apenas cubriendo la comisura de los labios, fingiendo angustia. Fue en aquella ocasión cuando, entre la confusión de risas y gritos alegres, escuchó una carcajada que la llamó bastante la atención: más por lo familiar que por lo brusca de ésta; se volvió hacia atrás, desde la diestra, buscando su procedencia, y al no hallar nada, hizo lo mismo hacia poniente.
Estaba allí, como si fuera una invocación lo que profiriera desde el pensamiento momentos antes, el jodido Mallister,... y horrorizada por lo engorroso de la situación, tragó saliva y por fin pudo observar el rostro que se le pudo haber quedado al condenado de la Vega en cuanto ésta marchó: se reía, a carcajada limpia, como si no importase nada más, ¡y al Diablo con el resto!, era el hijo de una condesa y el resto de plebeyos ya quisieran tener la mitad de cuna que él.
Se le heló la sangre en el pecho y su aliento se convertía en una aliteración de sonidos, nerviosos e inquietos que buscaban cobijo bajo las carcajadas de la multitud, confiando plenamente en que podrían ocultarla lo estrictamente necesario para abrirse paso y salir airosa del lugar, preparar sus cosas y... partir. ¿Qué hacer, sino?
Y antes de que él sintiera que alguien le observaba, una sensación que todos solemos tener en algún determinado momento de nuestras vidas a pesar de no tener la certeza de ello, se giró rauda y presta en dirección contraria a él, separados por una distancia de diez varas y media y aumentando aquella longitud en varios metros que se sucedían cada vez más. Volvió el rostro atrás.
¡No, no mires que te va a ver! Se dijo, en voz alta, pensando que sólo se escuchaba a sí misma, pero la cruda realidad era que eran los lugareños quienes la miraban raro; se apartaban ante su paso y alguno que otro pegaba un aullido entre quejidos nada moderados en lenguaje. No la importó en absoluto, en cambio. Pero más cierto era que no podía evitar chocarse con alguien en su intento desesperado de huída. Volvía la mirada continua e insistentemente, nerviosa y muy alterada, teniendo la sensación que avanzaba más lento de lo esperado.
Y continuó haciéndose camino, abandonado ya el interior del bullicio y cada vez más rápido, cuando de pronto chocó contra algo y cayó al suelo estrepitosamente sucedido por un grito, más parecido a un quejido y una injuria.
Mientras tanto, todo oscense allí presente era testigo de las hazañas de una cabra que, resuelta a lidiar con quien fuera, se enfrentaba ora contra los alguaciles de la ciudad, descontrolada.
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Huesca era una ciudad de olores. Los sabores quedaban reservados para el noblerío, al igual que otros tantos placeres y mundanos vicios, pero aquello era algo que poco o nada pudiera interesarle a la ahora castellana.
¿Que cómo llegó a Huesca? Tuvo que dar muchas vueltas, a decir verdad, y ninguna de ellas fue sencilla en absoluto. Resumámoslo con que huyó de Valencia, resuelta ante los acontecimientos, atravesó Cataluña y Aragón, descubriendo su parentesco con cierto Marqués y asentándose después en Castilla, dentro de la servidumbre de la Marquesa de Santillana, con la certeza de que jamás volvería a pasar mayores penurias de las que podría haber pasado a lo largo en su vida, y en especial en La Toscana. Era la costurera de la Duquesa y con afanes de que ésta mejorara, doña Urania de Winter la había confinado a los reinos tanos, de nuevo, para que aprendiera a manejar mejor los brocados y, cómo no, saber tratar los caros damascos de Venezia entre sus torpes manos de niña. Cierto era que la joven flor de Lis tenía un don para la costura y que muchas veces complacía a su nueva señora, así como había adoptado mayor delicadeza en el uso de sus manos, pero ésta gustaba siempre de mejorar, tanto sus enseres como servidumbre y gustos, y no había dudado ni un solo momento en enviarla a los confines del mundo si hacía falta, haciendo ademanes de buscarla buena fortuna de aquel modo.
Lisena aceptó. Lisena no sabía decirle que no a la Marquesa. Por ello, se hallaba allí, en Huesca, de paso para arribar a territorios franceses, queriendo conocerla al menos para poder contarle algo a la de Santillana mientras cuando la estuviera probando los caros y lujosos vestidos que le hacía, siempre teniendo como excusa aquellas distracciones al clavarle los alfileres. Y ella, que gustaba además de hacer agasajo de sus nuevas adoptadas excentricidades, la extendió una bolsa llena de monedas de oro al tiempo que le decía Toma, niña, compra telas, que en la Corte de Castilla ahora soy yo la que impone moda, ¡y tenemos que importar, que hay que mover la economía, que me lo ha dicho mi tito!.
Por todo esto, más aquello, la morena se dispuso a vagar entre las calles empedregadas de la ciudad antes de abandonarla para transcurrir por la siguiente, del mismo modo que seguía divagando en sus asuntos, banales o no, pero que siempre desencadenaban nuevas ideas a cada cual más maquiavélica y rebuscada. Y se preguntaba, cómo aún tras pasar un año, podía acordarse del rudo e insensato valenciano.
Ingenuo... pensó, y riendo entre dientes se dispuso a imaginar cuál habría sido la cara que se la habría quedado. Amarga, ¿tal vez? Eso esperaba. Aquello por maltratarla. O quizás mejor... De furia. Una niña le había burlado. Y no sería ni la primera ni la última vez.
Pero tampoco podía negar el hecho de que, a pesar de cuantas ofensas había sufrido por su causa y de otros tantos disturbios ocasionados a su cuenta, el Mallister se había hecho querer, al menos un poquito, en cuestión de afectos nada decorosos. Fue el primero en su vida, y pensaba que, ojalá, tampoco fuese el último. De cualquier modo tampoco le deseaba la buena ventura que ella misma se disponía en buscar, por lo que asiendo sus caderas en sinuosos movimientos, más marcadas que en el anterior año, continuó pensando en que se merecía un poco de mal y desgracia. Valoró entonces que quizá le hubiera ocasionado pena alguna ante tanto entregado y poco recibido. ¿Pero qué iba a hacer ella, más que aprovechar? La vida estaba llena de perros en busca de comida y en su mayoría mordían la mano que les daba de comer. No iba a ser ella menos.
Entre aquellos pensamientos y otros tantos más, se acercó a la plaza mayor en donde se concentraba mayor bullicio y algarabía en comparación con el resto de las calles de la villa. Debía de haber algo en especial, una función o por el estilo, pues se había edificado un escenario a base de tablones y cubierto su revés con telones. Y se escuchaban risas, y aplausos, y gritos y una cabra a lo lejos. Animada por su naturaleza curiosa, se aventuró hacia el centro del público y fue tratando de coger el hilo al diálogo entre los personajes. Un hombre, el amigo de éste y una cabra en escenario, y al cambiar de cuadro, aparecían una mujer y su padre junto a un cura. Eran diálogos animados, con la sagacidad como protagonista, y por lo que parecía, causaba gran impresión entre el populacho que, excitado, provocaba aquel jolgorio de risas ante el llanto desconsolado y exagerado de la mujer.
La muchacha, Lisena, no fue menos. También rió acompañando al resto, más abstraída por la cabra que había escapado al entablado a embestir al cura que por la actuación del padre, llevándose ambas manos a la boca y apenas cubriendo la comisura de los labios, fingiendo angustia. Fue en aquella ocasión cuando, entre la confusión de risas y gritos alegres, escuchó una carcajada que la llamó bastante la atención: más por lo familiar que por lo brusca de ésta; se volvió hacia atrás, desde la diestra, buscando su procedencia, y al no hallar nada, hizo lo mismo hacia poniente.
Estaba allí, como si fuera una invocación lo que profiriera desde el pensamiento momentos antes, el jodido Mallister,... y horrorizada por lo engorroso de la situación, tragó saliva y por fin pudo observar el rostro que se le pudo haber quedado al condenado de la Vega en cuanto ésta marchó: se reía, a carcajada limpia, como si no importase nada más, ¡y al Diablo con el resto!, era el hijo de una condesa y el resto de plebeyos ya quisieran tener la mitad de cuna que él.
Se le heló la sangre en el pecho y su aliento se convertía en una aliteración de sonidos, nerviosos e inquietos que buscaban cobijo bajo las carcajadas de la multitud, confiando plenamente en que podrían ocultarla lo estrictamente necesario para abrirse paso y salir airosa del lugar, preparar sus cosas y... partir. ¿Qué hacer, sino?
Y antes de que él sintiera que alguien le observaba, una sensación que todos solemos tener en algún determinado momento de nuestras vidas a pesar de no tener la certeza de ello, se giró rauda y presta en dirección contraria a él, separados por una distancia de diez varas y media y aumentando aquella longitud en varios metros que se sucedían cada vez más. Volvió el rostro atrás.
¡No, no mires que te va a ver! Se dijo, en voz alta, pensando que sólo se escuchaba a sí misma, pero la cruda realidad era que eran los lugareños quienes la miraban raro; se apartaban ante su paso y alguno que otro pegaba un aullido entre quejidos nada moderados en lenguaje. No la importó en absoluto, en cambio. Pero más cierto era que no podía evitar chocarse con alguien en su intento desesperado de huída. Volvía la mirada continua e insistentemente, nerviosa y muy alterada, teniendo la sensación que avanzaba más lento de lo esperado.
Y continuó haciéndose camino, abandonado ya el interior del bullicio y cada vez más rápido, cuando de pronto chocó contra algo y cayó al suelo estrepitosamente sucedido por un grito, más parecido a un quejido y una injuria.
Mientras tanto, todo oscense allí presente era testigo de las hazañas de una cabra que, resuelta a lidiar con quien fuera, se enfrentaba ora contra los alguaciles de la ciudad, descontrolada.
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