Cesar
Lo tenía donde quería. A punto. Ya sólo quedaba el golpe de gracia y el de la Barca sería cosa del pasado. Una estocada mortal. Cerca tenía la florentina que descansaba en el suelo. Sólo sería cogerla y despachar aquel hombre cuando
cuando de repente empezó a sonar una música.
Por el otro lado de la estancia salieron las dos mujeres, desnudas, o más bien cubiertas por una fina tela, cogidas con un broche que permitiera imaginar pero no ver las delicias de sus cuerpos. Era un ritmo que él desconocía lo que tocaba aquel hombre, y un bailar que reconocía de los días anteriores mientras las observaba practicar. Aquellos movimientos de caderas le fascinaban, era un arte de seducir, de prometer glorias y medallas imborrables que lucirían hasta el final de sus días en la memoria de aquellos que las gozasen.
La de Toledo, con los movimientos un felino y la astucia de una zorra se acercó hasta él, esgrimiendo una sonrisa le bailó, muy pegada, vaticinando con el roce de sus manos, el torcer de la comisura de su boca y unos ojos ardientes una noche larga, de insomnio y pecado. Los recuerdos de la toscana, unos pocos, los de aquella noche en concreto, aquella en la que se llevó el tesoro más valioso que puede tener una joven, le vinieron a la mente. Sus manos ora ociosas buscaban saciar el hambre que tenía y le corroía por dentro, más ella no se dejaba prender. Al mismo tiempo furtivos besos, caricias y palabras bañaban su piel y oídos, mientras Lisena seguía moviendo sus femeninos atributos.
-Ojalá hubiese sabido bailarte así en los días de mi felicidad. Hubieses disfrutado mucho más, yo lo sé. Lo veo en tus ojos. Me lo dice tu boca... Lo gritan tus manos. Fue por miedo. Me fui por miedo, miedo a ti.
Ojalá, pensó, ojalá. Notaba sus senos en la espalda, comprimidos contra él, que aguardaban bajo aquella tela verde los secretos que sólo el Mallister conocía. Antes de poder girarse y encararse a ella, la mujer salió hacia Adelaine, alejándose del de la Vega.
Bailó de nuevo, para los allí presentes, cerca de la rubia que ya había cautivado al catalán.
Se levantó en pos de aquella cruzada del placer, siguiéndola como un fiel escudero a su señor. Desde la distancia el ondulado cabello al moverse, el sudor que hacía brillar la frágil piel a la luz de las velas, el busto, las poderosas caderas, ella en su plenitud cobraba un halo mágico, atracción, que se mostraba en el apretado calzón del italiano. Sin embargo, antes de dar un paso cesó de pronto la música, rompiendo aquel hechizo.
De la nada apareció el alguacil, junto a cuatro corchetes, dispuestos a apresar a los que minutos antes armaban jaleo. El gentío allí reunido pronto se hizo a un lado, dejando en el centro a Césare y a Druso, que se encontraban muy próximos, quedando las bailarinas a un lado y Asdrubal, a resguardo de la vista del ministril.
-Qui est-ce qui a été?-dijo mirando la escena, mientras veía el rostro hinchado del Mallister y Druso inconsciente, aun- Saisissez-lui!
Aquellos cuatro hombres agarraron al Mallister por los brazos, sacándolo del lugar, mientras intentaba zafarse, liberarse, huir. Druso no opuso resistencia.
Las promesas se habían desvanecido, el sudor, el corazón acelerado, la pasión y el descontrol no le acompañarían aquella noche. Sólo le acompañaría la soledad de la luna, en caso de que aun tuviera la suerte de contemplarla.
Y el en el suelo quedaba su apuesta. Tras irse, Lisena se acercó hasta donde se encontraba hacía escasos segundos el italiano. La florentina. La cogió entre sus manos. Ahora era suya. Había ganado.
¿Quién ha sido? ¡Prendedlos!*
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Por el otro lado de la estancia salieron las dos mujeres, desnudas, o más bien cubiertas por una fina tela, cogidas con un broche que permitiera imaginar pero no ver las delicias de sus cuerpos. Era un ritmo que él desconocía lo que tocaba aquel hombre, y un bailar que reconocía de los días anteriores mientras las observaba practicar. Aquellos movimientos de caderas le fascinaban, era un arte de seducir, de prometer glorias y medallas imborrables que lucirían hasta el final de sus días en la memoria de aquellos que las gozasen.
La de Toledo, con los movimientos un felino y la astucia de una zorra se acercó hasta él, esgrimiendo una sonrisa le bailó, muy pegada, vaticinando con el roce de sus manos, el torcer de la comisura de su boca y unos ojos ardientes una noche larga, de insomnio y pecado. Los recuerdos de la toscana, unos pocos, los de aquella noche en concreto, aquella en la que se llevó el tesoro más valioso que puede tener una joven, le vinieron a la mente. Sus manos ora ociosas buscaban saciar el hambre que tenía y le corroía por dentro, más ella no se dejaba prender. Al mismo tiempo furtivos besos, caricias y palabras bañaban su piel y oídos, mientras Lisena seguía moviendo sus femeninos atributos.
-Ojalá hubiese sabido bailarte así en los días de mi felicidad. Hubieses disfrutado mucho más, yo lo sé. Lo veo en tus ojos. Me lo dice tu boca... Lo gritan tus manos. Fue por miedo. Me fui por miedo, miedo a ti.
Ojalá, pensó, ojalá. Notaba sus senos en la espalda, comprimidos contra él, que aguardaban bajo aquella tela verde los secretos que sólo el Mallister conocía. Antes de poder girarse y encararse a ella, la mujer salió hacia Adelaine, alejándose del de la Vega.
Bailó de nuevo, para los allí presentes, cerca de la rubia que ya había cautivado al catalán.
Se levantó en pos de aquella cruzada del placer, siguiéndola como un fiel escudero a su señor. Desde la distancia el ondulado cabello al moverse, el sudor que hacía brillar la frágil piel a la luz de las velas, el busto, las poderosas caderas, ella en su plenitud cobraba un halo mágico, atracción, que se mostraba en el apretado calzón del italiano. Sin embargo, antes de dar un paso cesó de pronto la música, rompiendo aquel hechizo.
De la nada apareció el alguacil, junto a cuatro corchetes, dispuestos a apresar a los que minutos antes armaban jaleo. El gentío allí reunido pronto se hizo a un lado, dejando en el centro a Césare y a Druso, que se encontraban muy próximos, quedando las bailarinas a un lado y Asdrubal, a resguardo de la vista del ministril.
-Qui est-ce qui a été?-dijo mirando la escena, mientras veía el rostro hinchado del Mallister y Druso inconsciente, aun- Saisissez-lui!
Aquellos cuatro hombres agarraron al Mallister por los brazos, sacándolo del lugar, mientras intentaba zafarse, liberarse, huir. Druso no opuso resistencia.
Las promesas se habían desvanecido, el sudor, el corazón acelerado, la pasión y el descontrol no le acompañarían aquella noche. Sólo le acompañaría la soledad de la luna, en caso de que aun tuviera la suerte de contemplarla.
Y el en el suelo quedaba su apuesta. Tras irse, Lisena se acercó hasta donde se encontraba hacía escasos segundos el italiano. La florentina. La cogió entre sus manos. Ahora era suya. Había ganado.
¿Quién ha sido? ¡Prendedlos!*
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