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[RP] Veneno en la piel

Lisena
Le cerraron la boca, amordazaron, ataron a un caballo y amaneció en un calabozo entre chillidos de socorro y un inevitable y punzante dolor de cabeza.
Aquel día por la mañana, se había asomado a los barrotes del calabozo entre sus dudas y aquella maraña de paja putrefacta que había en una esquina del resbaladizo, húmedo y frío suelo empedrado. Buscó a Adelaine, a Asdrubal... A Césare, pero sus ojos aún no se habituaban a la intensa luz de las antorchas bajo el subsuelo y, tras un instante de prestar gran atención, sólo consiguió escuchar el chillido de las ratas.

Un gato pardo corría tras una de ellas.

Y de pronto se escucharon pasos, el chirriar de unas bisagras de pesadas puertas y una risotada varonil, muy seca y cortante. Retrocedió tres pasos al ver a aquel guardia e intimidada se dejó llevar desde el brazo con la sutil fuerza del hombre, al que pronto se le unió otro más, quien le colocó unos grilletes y la llevó, junto a su compañero, hasta una sala mucho más adecentada y en donde debían de pedirla rendir cuentas. ¿La estaban juzgando?


¡Yo...!, yo... ¡Lo siento, no quise! ¡Me obligaron! -intentaba explicarse en vano.

Azorada, con el estómago hecho un puño. Apenas conseguía ver un atisbo de oportunidad por escapar de allí. Sin embargo, su día brilló un poco más al ver que sus compañeros se encontraban cerca, por lo visto a ellos ya les habían juzgado. Pero, ¿y Enzo?, no estaba allí. Tampoco le importaba mucho; de hecho, temía más por sí misma que por la desaparición del tano.

Y a partir de entonces, lo que sucediera con ella, era todo un misterio.

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Asdrubal1
Y un puño cerrado cayó sobre su ya magullada cara, ¿Cómo he llegado a esto? Pensó, aunque era más bien una pregunta de la que no esperaba respuesta, pues lo sabía demasiado bien, ese maldito italiano, sucia rata vestida de ser humano, le había atacado a traición, aunque eso era algo que el de Caspe se esperaba hace mucho, y debería haber estado preparado, y habría atravesado al Ferrari con su espada, de no aparecer aquellos quienes le tenían en esos momentos sometido a senda tortura, Asdrubal no les podía decir nada, porque no entendía nada, pues tenía a ese idioma por pegajoso y pastoso, y no había quien lo comprendiera.

-¿Castellano? Por… Ch… Christos parad de hablar en esa insidiosa l…lengua y ¡haceros entender!

Pese a que estaba sangrando, se le trababa la lengua, el caspolino no conseguía refrenar su costumbre de hablar de más, lo que le valió otro golpe, esta vez en las costillas, estos brutos seguro que me han roto una costilla por lo menos, volvió a pensar, estaba exhausto, si hubiera sabido francés ya les habría intentado sobornar, amenazado, chantajeado y hasta confesado.

Cuando los alguaciles juzgaron que al catalán no se le podía sacar nada en claro… En ese momento, le echaron en una pútrida celda, sin el menor acompañamiento que las ratas, de las que Asdrubal dio rápida cuenta, lo que le faltaba, que alguna le mordiera, era mejor matarlas. Y en ese momento juró, fuera en el momento en que fuere, meter tres palmos de acero en el estómago de Enzo.

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Adelaine
Hay momentos en la vida donde uno no desea recapitular, cerrarlo y continuar. Volvían sus andares en el territorio Francés, pero esta vez lo grupos estaban separados. Lisena y Césare tomaron la ventaja por salir antes del alba, mientras que Asdrubal y Adela salieron ni bien se ilumino el firmamento. Todo sea por la supervivencia, y ser capaces de huir en caso de volver a ser atrapados.

Cual último naipe de la baraja, lo único que les quedaba es continuar viaje a tierras italianas, alejándose lo más posible del condado y de Francia. Entre las penas de Adela por haber perdido definitivamente a Olivia, se encontraba sentada sobre la carreta y las pertenencias de ambos viajantes rodeándola, mientras que del extremo era llevado por una mula que pidieron prestada sin permiso. Aún el de la Barca conservaba su dignidad tras la paliza de las cárceles, y no era capaz de llevar el carro con ella encima.

El silencio se convirtió en un arma de doble filo para los dos. Arrebatos de desconfianza que se apoderaban de ambos llegaba a poner tenso el aire que compartían. Pero todo se lo decían con una simple mirada capaz de calar los huesos. Sinuosas sombras se dibujaban con el aparecer del ocaso, y a lo lejos el primer pueblo donde pararían se dibujaba en el camino.


-¿Vamos a parar en una posada o seguiremos camino? -le comentó mientras con sus dedos jugaba la falda del vestido. Levanto su rostro al no obtener respuesta inmediata y siguió insistiendo: -¿Dónde dormiremos?

La irritabilidad de la rubia yacía potenciada. En el momento menos adecuado la luna decidió que estaba en fecha para festejar su fertilidad y el ser mujer que en aquestas condiciones deplorables de viaje. No es por nada que la palabra histeria, proveniente del griego, sea nada más ni nada menos que: útero.
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Lisena
Pudieron escapar, pero no por mucho tiempo. Y a partir de aquel momento decidieron continuar caminos diferentes; Asdrubal y Adela por un lado, Césare y Lisena por otro.

Y el tiempo pasó y pasó, transcurriendo de lo más banal y habitual en sus vidas, sin ningún otro cambio que la dieta según el dinero que consiguieran durante el trayecto. Alguna que otra vez se veían en problemas, y más de en dos ocasiones intentaron asaltarles.

El caballo de Lisena se perdió, o quizás se lo llevaron, y sólo quedaba el de Césare.


Octubre de 1460, en territorios tanos...
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Cesar
Sobre el equino viajaban aquellas dos figuras. El frío del otoño los acurrucaba, uno al lado del otro, bajo una capa que impedía que se vieran bien sus demacrados cuerpos. La piel había perdido su brillo y había adquirido un tono amarillento. El hambre, que no constante pero sí presente, había causado estragos haciendo que los otrora bellos cuerpos fueran dos sacos de piel y huesos. A ello el Mallister tenía que unir las enfermedades que había pasado tras que se le infectara el muñón que había dejado el meñique izquierdo. A veces, pese a no tenerlo, le dolía. Ocultaba con un guante la herida que le provocaba nauseas. Aquella parte de él le era horrible, y había provocado que volviera de nuevo a ahogar sus penas en el caldo de Baco. Tal era así que cuando dejaba de beber por un largo período (como unas horas) notaba su cuerpo desfallecer.

En las calles de Génova se respiraba el optimismo que aflora en todo puerto importante. El dinero no da la felicidad, pero sí comida, y además, es mejor llorar embutido en finas telas y con veinte criados preocupados que en harapos y más solo que la una.
Sin gracia en su hacer, decidieron malvender el caballo para poder comer caliente y dormir cobijados. Haciéndose pasar por peregrinos les permitieron acurrucarse en un rincón de una taberna por muy poco. También llenaron el estómago con algo que parecían gachas, sin embargo el Mallister tenía la cabeza en otro lugar. Ansiaba llegar a Florencia. Allí podría recuperar fuerzas y tendría dinero. El comer ya no sería una preocupación. Además, tenía miedo de que Lisena, ahora que la fortuna no les acompañara, se marchara y no volviera a saber nada más de ella.

Y otra vez volvía a ser Lisena. Lisena, Lisena y Lisena. Siempre ella. Tras la huida de los amantes de Teruel, tonta ella (por ser rubia) y tonto él (por que sí, que a mi me da la gana) todo se centró en ella. Y en como volver. En como volver con ella al lao. No quería perderla de nuevo, y antes la mataría de hambre que dejarla escapar. Casi se había convertido en una propiedad más del Mallister. En su tesoro. Casi se le podía oír por las noches de soledad diciendo en un acto de onanismo mental “¡MI TESORO! ¡MI TESORO!”. Hablando de matar de hambre a Lisena.


-¿Quieres un poco del mío?-Tras lanzarle ella una mirada inquisidora, bueno, más bien de incredulidad le sonrió.- Es que no tengo mucho apetito.

Bueno, Génova era otra ciudad. Eran las tierras en las que se hablaba su lengua. La lengua en la que se había criado. Tenía esperanzas de poder llegar pronto a la ciudad del duomo de mármol blanquiverde.
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Lisena
Después de la incredulidad marcada en su rostro, procuró sonreírle con cierta moderada ternura. Fuera hacía frío y aún quedaban reminiscencias del mismo en sus cuerpos, y tras darle un remilgado mordisco al pan, juguetona, le arrinconó en la habitación. Le empujó sobre la cama, y tumbándose encima, le abrazó.

¿Y a qué se debe esa falta de apetito, Mallister? -parecía que el regresar a los territorios tanos hiciera recobrar la naturaleza intrépida e inquisitoria de la joven. Aún con el pelo sucio, las faldas rasgadas y el polvo del camino en el rostro, ella no se dejaba amedrentar: había pasado cosas peores que el hambre.- Por Dios, quién dijera... De nuevo aquí y tu ánimo se ve reducido a la nada. ¡Ah, Mallister...! Tanto te costó llegar al panel de miel, que una vez alcanzado pierdes el interés.

Hablaba de todo y de nada, de un algo tan general que no abarcaba ninguna situación particular; pero él la entendía, y la miraba con el recelo de la madurez y la experiencia. Lisena sonreía con picardía, y él ya había visto aquella sonrisa más de una vez; de hecho, la recordaba con cierto rencor. Y dolor, un dolor de punzadas ponzoñosas.
Sopesó entonces que había sido muy ambigua en su diálogo y que el Mallister necesitaba de una determinación para responder. Podía referirse a tantas cosas... Al viaje en sí, a ella, a él, a los dos... O tal vez al propio hambre que padecían, al cansancio de tantos días y la falta de aseo.


No está bien que yo lo diga... Si quiera que lo piense, pero... Podríamos salir al mercado y hacernos con algo de comida y, bueno... Visitar ropas tendidas. -proponer que robasen una vez más no podía traerles más que problemas. ¿Pero de dónde si no conseguirían mantenerse?- Me apetecen almendras garrapiñadas. ¿A ti no? -sonrió con cierta burla. La última vez que comieron almendras fue en un mercado tano, cuando consiguió aquella tela que tanta historia e importancia tenía para ella.- Después un trabajo temporal, algo de dinero, para poder comer. Y nos vamos de aquí cuanto antes.

Se levantó sin esperar respuesta, tiró de su mano hasta conseguir que se levantara, e intentó captar su atención de seguida para poder mirarle con ojos de súplica. Acarició la barba del Mallister, entre rubia y pelirroja, y deshaciéndose del frío otoñal que velaba desde el amanecer, le besó cálida y quedamente, los brazos de él en el talle, los de ella en el cuello.

La malsana intención de enamorarle.

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Cesar
Aquel beso le supo a gloria.

El viento cada vez que se levantaba un poco era una bofetada en la cara del Mallister. El helor le incomodaba. Además le entumecía las manos, haciendo que tuviera que mover constantemente los dedos para sentirlos. Se dieron prisa por hurtar dos capas, una camisa para él y una falda para ella. Una vez más abrigados se abrieron paso hasta el mercado. El astro rey caía lentamente sobre el horizonte en su amenaza diaria de inundar la tierra con la oscuridad.
Tras comprar unas garrapiñadas decidieron volver al antro donde dormirían hoy. Caminaban juntos. Ella arrimada a él. Él la sostenía por el brazo. De tanto en tanto se llevaba una de esas almendras bañadas en miel a la boca.


-Mañana veremos dónde podemos conseguir algo de dinero para seguir el camino.-sentenció él, sin que viniera a cuento.

Esperó una respuesta en silencio, una respuesta que no llegó. Así pues, sin que nadie dijera nada más sus pasos acabaron llevándolos al antro. La noche avanzaba y ellos acurrucados en una esquina durmieron.

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Lisena
Despertó con unos terribles dolores que le asían desde el cuello hasta las rodillas, que habían permanecido toda la noche dobladas, en busca de recoger el calor del cuerpo.

Lisena tenía un pequeño rubor en sus mejillas en contraste con su blanca tez, y cayendo las hebras negras de su pelo por la espalda descubierta hasta donde la misma perdía su nombre, fue abrochándose el humilde corpiño que ceñía el talle y alzaba el busto en proporciones sugerentes. Con las faldas del vestido puestas, levantó una pierna y la posó sobre la primera altura que le permitiera recoger las medias hasta arriba: hacía frío, y aunque esos detalles no se apreciaran, bastaban para aliviar el golpear del intenso viento de los días de otoño.
Cesare se aprovechaba de la ocasión y buscándole las cosquillas, insistía en el juego. Pero ella se negaba.

Y es que había una razón importante para ello.


Hoy deberíamos mirar en el puerto. Estoy segura de que encontraremos algo interesante. Yo puedo ir en busca de algún señor o de alguna noble para ofrecer mi servicio -la mirada del Mallister era fulminante-- ...como costurera. No sé si lo mencioné antes, pero aunque sea mínimamente, sé leer, escribir y coser. De hecho, soy la última de los Álvarez de Toledo, y esa estirpe es muy preciada. Que aunque bastardos, no nos falta el seso.

Fue atándose los lazos de la camisa con exagerada paciencia. Aquella mañana tenía los dedos de las manos notablemente torpes, debía de ser cuestión del frío. Y sobre la camisa se puso después algún que otro abrigo más y una manta de lana a modo de toquilla, junto unas botas de cuero, muy curtidas por el tiempo, para aislar los pies del frío suelo.
El valencia-tano la esperaba abajo, y agarrados después del brazo se condujeron hacia el puerto de la ciudad.

La salitre, los gritos de marineros y el golpear de las olas pronto se mezclaron para dibujar un paisaje del todo peculiar, algo que nunca antes vio la castellana. Se inquietó incluso al pisar los tablones del puerto, que chirriaban como un desgarrador grito de bisagras y despertaban la más pura desconfianza en ella. De vez en cuando se detenía para comprobar el suelo con el pie, "¡tac tac tac!" hacía.

Césare la arrastraba, por no sufrir de vergüenza ajena.


Estos tablones me inquietan. Tal vez sea mejor que yo me dirija hacia el interior del pueblo y que tú busques por aquí. ¿Te parece bien... querido mío? -nerviosa, camuflaba su inseguridad con una amplia sonrisa, tan dulce y tan luminosa que abarcaba el alma al completo de quien la observaba. Le dio un beso en la mejilla.- Nos encontraremos aquí al mediodía.

El silencio del Mallister siempre eran cesiones. Porque los besos de la Álvarez hacían que el Mallister otorgase. O que callara. O ambas dos.
El caso era que, con la misma sonrisa, dio media vuelta y marchó como alma que lleva el Diablo entre los tumultos de gente que cada vez se aglutinaban en masas mayores. Con gritos y órdenes marineras, un intenso olor a pescado, el quejido de los tablones y una inmensa, absoluta, misteriosa e indiscutible tranquilidad en el mar.

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Cesar
Las prisas no eran buenas consejeras. El Mallister bien lo sabía, y cuando le interesaba, gozaba de una paciencia exasperante. Así que, esperando que Lisena obtuviera el sustento de ese día, el valenciano siguió paseando en solitario por los muelles. Hablando con comerciantes y capitanes e interesándose por aspectos triviales que nada tenían que ver con la búsqueda de algo que llevarse a la boca. El puerto genovés, de los más importantes del Mare Nostrum junto con el de Liborno y Pisa, se alargaba en la bahía protegiendo los bajeles ahí atracados de viento y marea.

Por lo que le habían comentado, hacía poco había llegado un barco de bandera florentina, una goleta que transportaba telas y pasaje. Le recomendaron que se acercara y con un tranquilo paseo se arrimó hasta la nave.

Era una embarcación pequeña, de unos veinte pies de eslora y vela latina. Mientras escrutaba la embarcación los estibadores iban descargando los fardos y bultos que había sobre la cubierta y en la bodega. No eran cosas por las que pudiera obtener un alto rendimiento, y mucho menos hacer un gran negocio. Cierto era que había telas, pero principalmente llevaba grano. Así pues se decidió a hablar con el navegante, a ver cuánto podía costarle el pasaje. Cualquier ingreso en aquella nave seguro sería bien recibido.

El marino se encontraba vigilante, supervisando la faena que realizaba la tripulación y los estibadores que, seguramente, esa tarde librarían y se gastarían la paga en el lupanar más cercano. Apenas unos pasos separaban al Mallister del navegante cuando un rostro familiar atrajo su atención.

Pasaron unos segundos en los que el “proyecto de noble” se quedó clavado en el suelo. En su mente aparecieron viejos recuerdos, como no, de tiempos mejores. Por la madera que unía el buque con el muelle caminaba con su contoneo de caderas Elisabetta. Elisabetta, la mujer que le había echo perder la razón entre el calor de unas pieles y con el roce de unos labios, aquella cortesana que era usada como moneda de cambio y que el Mallister siempre anhelaba. Ahí estaba y con una doncella que la acompañaba.
Quiso ir a verla, hablar con ella, pues una sensación de júbilo, una repentina salvación se le aparecía ante los ojos. De repente, por detrás emergió la figura del cardenal. No vestía con la sotana púrpura, ni tan siquiera llevaba los hábitos, pero reconoció aquella nariz corva. El Borgia, el mismo que un año atrás le obligó a transportar el oro hasta Roma, aquel viaje en el que conoció a Lisena, estaba ahí, detrás.

En la cara lucía una sonrisa, inconfundible, acababa de marcar en su alma el pecado de la carne.

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--Enzo_ferrari
Y junto a él, Enzo.

Una vez muerto de agotamiento el azabache, no tuvo más que hacerse con la carne del animal y proseguir los siguientes días de camino a pie, sin apenas agua y con el cuerpo entero reventado. Y cuando tan sólo quedaban diez millas hasta Génova, unos hombres del Cardenal Borgia lo prendieron y llevaron hasta él.

Habló de unos compañeros de viaje, a los que despachó a la vera de las fuerzas francesas, lo cual fue aplaudido por el camarlengo. También mencionó cierto Mallister... y el rostro del secular se iluminó, se prendió, como una lengua de fuego sobre él y que nada tenía que ver con el Spiritus Santii. Y a partir de entonces, fue a entrar a la guardia personal del Borgia, que siempre había buscado a los más rufianes y gañanes mercenarios como leales dentro de su servicio. El buen dinero todo lo hace, todo lo cosecha, todo lo destruye. Eso bien bastaba para quienes pocos entendían de política pero sí de oro, y hombres como esos seguían un patrón idéntico, y Enzo Ferrari no estaba fuera de él.

Accedió, como buenamente se podía esperar, y despojándose de vestiduras de camino, le dieron unas nuevas de incógnito. Por eso, aquel día en el puerto, se hallaba tras de él, del Borgia, vestido como el clero regular y, aprovechando su acerada calvicie, que hacía que luciese una afeitada testa, miraba hacia el suelo para dar una mayor apariencia de clérigo. Las faldas no le sentaban mal, había que admitirlo, pero también fue necesario rellenar su tripa con algún cojín relleno de paja y heno con tal de hacerle más orondo. Y el gesto, menos acentuado, más pasible, la mirada perdida, Dios testigo, y toda aquella sarta de bobadas en las que le ordenaron creer desde pequeño.


Eminencia, tal vez debiéramos desviar nuestro rumb...

¿Qué ocurre, Ferrari? ¿Algo te inquieta?- el tono de burla del Borgia era evidente, sabía bien qué pasaba. De frente se hallaba el Mallister a apenas veinte pasos.- Bien harías por cubrirte, que no te reconozca, de lo contrario no me servirás para nada.

Dicho aquello, no tuvo más que vestir capucha, las manos en las mangas, presto a sacar la daga, y continuar el paso que marcaba Elisabetta junto al Cardenal, dos de sus hombres vestidos de paisanos a otros veinte pasos del Mallister desde el sur, trazando una tangente diagonal.

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Cesar
Le habían visto. ¡Por dios si le habían visto! Los ojos del cardenal y otro monje se habían clavado en él por un instante. Estaba seguro. Tal era ahora su mala fortuna pues la única que parecía no haber advertido su presencia era la mujer. Así que, con todo el cuidado del mundo giró sobe sus talones y fue a confundirse con el gentío. Mientras caminaba intentaba ver en todo momento a través de la rabadilla del ojo dónde se encontraba aquella inesperada comitiva.

Deambuló por un rato, sin alejarse demasiado y mezclándose entre grupos de personas, o entre comerciantes que vendían todo tipo de cosas. El Mallister los ignoraba. Su atención se concentraba en no perder de vista a Elisabetta, que junto con el cardenal iban haciendo camino. Paso a paso se acercaban y alejaban en el juego del gato y del ratón. Uno acechaba intentando no ser descubierto, el otro escrutaba cada recoveco del lugar buscando el peligro inminente.
Césare necesitaba poder comunicarse con Elisabetta. Del cardenal no se fiaba. Como todo Borja era mala hierba. Y como toda mala hierba, había que ir hasta la catedral para purificarse. El lugar, como todos los duomos de Italia, estaba revestido con el máximo lujo posible, mostrando a propios y extranjeros el poder de la ciudad. El cardenal entró y tras él la cortesana y el resto de individuos.

Poco faltaría para el mediodía. Los rayos del Astro Rey caían perpendicularmente y tenía que darse prisa en contactar con la italiana, la mujer de los infinitos besos, antes de ir a por Lisena. Apretó el paso. El templo estaba cada vez más cerca. Treinta metros, veinte, diez. Cuando se encontraba junto a la puerta dos marineros le cogieron por los brazos y lo lanzaron hacia atrás. Cayó al suelo sin saber bien que pasaba. Y, sin venir a cuento, tenía a los dos fornidos hombres encima. Al grito de: “ladrón, ladrón”, aprovecharon para soltarle unos cuantos golpes y propinar al de la Vega unas cuantas patadas. Un puntapié lo puso en marcha, y sin saber bien como empezó a correr hacia el puerto. A los muelles, donde quizás ya se encontrara Lisena.

Le ardían las mejillas y de su labio, hinchado, brotaba un hilillo de sangre.

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--Enzo_ferrari
Dentro de la Iglesia, y frente al altar, se arrodillaron los tres siguiendo una pirámide. La mujer delante, descubierto rostro y manos, y detrás los monjes de incógnito, los tres en actitud penitente.

Credo in Deum... -oraban, siguiendo al Cardenal. ¿Y por qué rezar?, se preguntaba Enzo, sin entender apenas nada. ¿Y por qué demostrar aquella actitud tan penitente y conciliadora propia de la religión si hacía unos instantes los hombres del cardenal habían tratado de atentar contra la vida de uno?
Eran preguntas que no encontraría respuesta Enzo, hasta aquel mismo momento. Salir a rezar en los territorios tanos no era más que una oratoria para los propios intereses, o una medida contra el miedo a la ira de Dios, o simplemente una argucia para mandar matar a alguien, finiquitar un negocio o amenazar a un hermano. De sangre o no, qué más daba, eran Borgias. Ellos se hacían su ley y su Dios, su rey y su Papa; y mientras sermoneaban que algún día vendría el Día del Juicio Final, ellos disfrutaban con saber que de ellos sería el Reino de los Cielos, que por algo predicaban la palabra del Señor.

Con todo esto, y prestando gran atención, recibió la orden de su nuevo señor. "Sal, ella irá contigo, será tu arma, tú su escudo. ¿Me has entendido? Averigua a qué ha venido." No dijo más.
Y pronto se alzaron, y de la misma vez en que lo hicieron, dos marineros entraron a la Iglesia, con el gorro entre las manos y la barbilla cabizbaja.

Los caminos que se dibujaban entre las gentes del puerto cada vez eran más estrechos, y cuanto más en alto se hallara el Sol, más se acentuaba el olor a pescado y putrefacción. A sal, a algas. Una mezcla entre el gentío y los afeites que alcanzaba a oler de Elisabetta. Y como un perro faldero, se dedicó a seguir ese olor; ella era la que ordenaba la ruta por el momento, y estaba fija en el Mallister, aunque con su contoneo, sus vaivenes, ir y venir, el aquí para allá que se traía no marcaba una dirección lineal hasta él. De hecho, anduvo dando vueltas alrededor de él, como si de una leona alrededor de su presa se tratase. Hasta que por fin, alguien tuvo que llamar la atención.

Una niña de tez muy pálida, que parecía más bien un saco de huesos, había chocado con Enzo. Él le dedicó una saeta emponzoñada, pero pronto avivó su ingenio para decir muy gentilmente "Te perdono, niña", como cualquier monje de buena fe hubiera hecho. O al menos eso se hubiera esperado. Elisabetta miró hacia atrás, dio una risotada, muy vivaracha y en voz muy alta a propósito de captar cuanta más atención pudiera, y acto seguido, nada más volverse en sí, fingió chocar con otra persona.

El Mallister no tuvo más remedio que cogerla en el aire, y desde ese otro instante, Enzo empezó a comprender la importancia de una mujer como arma.


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Cesar
Y como arma, una mujer es la más versátil.

De pronto, como si del cielo cayese un ángel, Elisabetta estaba entre sus brazos. Una risilla, una suave caricia en la mejilla y se había metido al Mallister en el bote. Los negros ojos de la mujer le miraban fijamente y, abriendo tímidamente la boca, como si hubiera sorpresa y alegría en su pecho, se enderezó, altiva.
Una breve reverencia.


-Querido Césare… -lanzó una mirada hacia el lugar que se encontraba Lisena- ¿ya me habéis substituido por una fulana cualquiera?-dijo haciéndose la airada y empezando a caminar lentamente en dirección contraria.

Pornto las raudas piernas del joven siguieron la doncella. Él, con una sonrisilla estúpida en el rostro, ardía en deseos de poder decirle cuanto necesitaba. Más antes, era menester pedirle disculpas. La hizo parar.

-Madonna, erráis, no es más que… -lanzó una mirada, cauteloso.- Una persona que tengo a mi cargo.

Suspicaces, las hembras cruzaron sus miradas. El italiano no se fijó, pero entre mujeres el veneno es oro, y la hetaira se percató del brillo de los ojos de la Álvarez, que atónita contemplaba aquella escena. Una lágrima, tímida, empezó a brotar y sin que ya nadie la viera, pues todos se habían ya girado, resbaló por la mejilla de la de Toledo.

-¿Y ya le habéis levantado las faldas?- Él levantó los hombros a la par que ella reía, de nuevo.- Miei Césare. Césare, Césare, Césare… siempre igual.-Le cogió del brazo.

-Miei Elisabetta, demos un paseo, pues tengo cierto asunto que creo que podréis arreglar….-Y echaron a andar, él no sabía donde, pero iban al encuentro del Borgia se dirigían.

Extasiado por el cariño del recuerdo del lozano cuerpo de Elisabetta, el de la Vega, se olvidaba de todo cuanto existia. Además, el hambre y la suciedad hacían mella en él, y, la meretriz era un halo de esperanza. Pero de esperanza sólo para el de noble cuna, pues atrás dejaron a Lisena, consternada, quizás, por el beso, quizás, por la familiaridad entre ambos, quizás, por que había perdido su pasaje de vuelta…
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Lisena
Él la había visto, Lisena lo sabía bien. El rostro descompuesto, el puño cerrado y unas terribles ansias por echarse a llorar. Triste y afligida, salvaje y esteparia. De poco le servía ahora el dinero que había conseguido, de mucho en cambio el pasaje que ya había negociado.

Con rencor, dio media vuelta y, aturdida, se llevó las manos a la cabeza, casi cayendo al suelo. Una penetrante, aguda y chirriante punzada rasgaba su corazón de lado a lado, como una dentellada, y lo había dejado malherido, llorando. Y perdida, porque ni ella misma se esperaba sentir algo así; pero ahora, ya, no cabía duda: hubiera dado su vida por aquel hombre, hubiera esperado a pasar cien años para que el duende de su nombre volviera a aullar. Y en fin, qué no hubiera. "¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?", se repetía, mientras se abría camino hasta la humilde habitación de la posada. Todo deshecho, por el suelo, como su corazón estaba; simplemente coger lo absoluta y estrictamente necesario. Y marcharse, largarse cuanto antes de aquella estúpida ciudad, con sus horrendas calles y edificios, y esa maldita torre, "torre de Pisa". Al diablo con todo.


¡Te odio, te odio, te odio!- aullaba rencorosa, revolviendo todo y, con el mero propósito de hacerle daño, fue rompiendo la poca ropa que Césare se había dejado en la habitación. Buscó bajo la cama también, Lisena sabía bien lo que éste solía guardar bajo ella.
Y lo encontró. Lo cogió con ansia, con tremenda rapidez y, una avidez en su rostro, que bien hubiera demostrado su ánimo de lucro.-
Ésto por las molestias ocasionadas.

Tomó el saquito de dinero. No había mucho, pero era suficiente para comprar pan para todo el trayecto en barco. Aunque le sabía mal hacerle eso, a pesar de todas las emociones que se agolpaban en su garganta, aún tuvo arrestos para continuar con su fechoría. De nuevo, una vez más, ¿por qué no intentarlo?, abandonaría al Mallister. De todos modos, él tampoco notaría la falta en demasía. ¿No gustaba de aquella amiga tan cercana, Elisabetta? ¿No se hallaba, acaso, en la tierra que siempre había amado?

Más que incluso a ella. Y eso le dolía, le dolía tanto... Que una vez más volvió a derrumbarse en la habitación. El grito de un corzo apresado por canes.
Por última vez, dirigió un vistazo a la cama, y encontró algo. Una tela muy brillante. Pronto supo que era suya, cuándo y quién se la consiguió y para qué la hubiera usado. Una ferviente rabia creció en su interior, y cogiéndola, la partió en dos y la tiró al suelo. Seguidamente, cogió el petate con todas sus cosas (y algunos útiles del Mallister) y salió, de nuevo, hacia el puerto.

Tenía dinero y comida, tenía el pasaje apalabrado y sentía un odio infinito por todo lo tano. Il Drakkar y Colombina, en cambio, eran las únicas excepciones del momento.

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Cesar
Salió de la iglesia con más deudas que un prestamista arruinado. Pero al fín había conseguido un viaje allende los mares. El Borgia le había interrogado acerca Lisena, pues el Mallister estaba obcecado en llevársela. Fue difícil convencer al clérigo, de huraña mirada. Y más aun de intentar no hacer dudar a la cortesana que a su lado tenía, de que ella seguía controlando al Mallister. Era todo un juego de intereses. Pero había que jugar las cartas.
Tras despedirse de todos, fríamente del Borgia y más… pasional de Elisabetta, salió de la iglesia con más deudas que un prestamista arruinado.

El sol ya caía sobre las cabezas de las gentes de la urbe dejando tras de sí un mosaico de tonos naranjas sobre el mar de nubes. La lógica le decía que la muchacha ya estaría donde se habían hospedado. Y allí fue mientras con paso tranquilo iba disfrutando de su buena ventura.
Al entrar en la habitación se le desencajó la cara. Estaba todo patas arriba, y su ropa hecha jirones. Esparcida por el suelo. Se llevó las manos a la cabeza y buscó con ansia sus cosas. Le faltaba todo cuanto era menester para sobrevivir. Dio dos zancadas hacia la puerta. Se giró. Volvió sobre sus pasos. Pensó en quien podría haberle robado sus cosas. Las manos en la cabeza. Un paso. Dos. Tres. Se apretaba las sienes, conteniendo la ira. ¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARGH! Y medio barrio en pie, asustado por el grito. ¿Quién le habría hecho eso? ¿Quién era capaz no solo de robarle el poco dinero que tenía sino además de romperle la ropa? ¿Quién podía tener tanto odio como para romperle la ropa? ¿Quién… quién faltaba allí?


-Putanna… -masculló iracundo.

Salió raudo, buscándola. ¿Dónde podría estar? ¿En qué lugar encontraría refugio? ¿Dónde querían ir? A casa.
Sonrió para sí, y esa sonrisa, a medias, entre júbilo y venganza, daba un aspecto aterrador al Mallister, herido en su orgullo, abandonado de nuevo, sabía que hasta el alba, con los vientos que soplan de la tierra hacia el mar, ninguna nave zarparía.

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