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[RP] Reflexiones entre sombras

Kossler


Dió una patada a la pequeña piedra que se escondía entre uno los adoquines que formaba el caminito que recorría los jardines de palacio. Era increíble ver cómo salía disparada de su lugar hasta perderse en algun otro sitio, a saber dónde; no suponiéndole más esfuerzo que un pequeño movimiento de su pierna. Un pequeño esfuerzo, un resultado rápido. Seguramente, si todo fuera tan simple cómo eso, la vida hubiera sido mucho más fácil. Por desgracia no era así. Ni cambiar las cosas era tan fácil ni nada gustaba a todo el mundo. El poder seguía siendo la principal codicia del alma de los hombres y el fruto de sus deseos. Y sobre eso, era más importante el hecho de que terminaba por corromper su humanidad hasta el punto en que no actuaran cómo verdaderamente se esperaba de ellos. Una lástima.

El mundo parecía volverse loco por momentos. La depravación, una costumbre muy arraigada últimamente. El egoísmo, en constante crecimiento. El interés propio en lugar del colectivo, totalmente en auge. Mucha gente daba también una patada al pasado, cómo si de una piedra se tratara, para perderlo de vista. En el fondo, eso sí era fácil, aunque no correcto. El pasado de las personas y sus vidas marcaba muchas cosas importantes, pero sobretodo nos enseñaba a ser humildes, mostrándonos lo que antaño habíamos sido. Olvidarlas sólo hacía que difuminar la propia personalidad y dejar de tocar con los pies en el suelo. Una pena.

Entre pensamientos llegó por fin a la capilla. Abrió la puerta con la llave maestra y entró en la pequeña edificación, que había sido prácticamente un "extra" dentro de un Castillo-Palacio cómo era Mequinenza, reconvertido luego a fortaleza. Probablemente en un asedio la capilla estorbaría, pero quiso tenerla ahí. Era sencilla, con un pequeño altar y cuatro bancos, dos a cada lado. Una pequeñísima sacristía al fondo, y nada más. Ni ornamentadas columnas y capiteles ni grandiosos arcos. Una construcción sobria, pero suficiente para lo que era destinada. Tras el altar, una pequeña imagen de San Samoth el más joven y último discípulo de Christos en morir, y el que probablemente legara una gran mayoría de sus enseñanzas. Fiel entre fieles. Sobre la imagen, grabada sobre la piedra, una frase de su testamento. En Alcañiz, la capilla era igual en ese sentido.

Leyó la frase en voz alta.

-Vivid en el amor por el prójimo, no bajéis nunca la cabeza y salvaguardad la fe. -Musitó el caspolino, leyendo la incripción grabada a martillo y cincel sobre una placa de granito pulido.

Pensó un momento la frase, y terminó por recordar porqué la había elegido. Pese al gran contenido de la cita en tan pocas palabras, al Marqués le había gustado la actitud de San Samoth. Nunca había que rendirse. Siempre había algo por lo que luchar, por lo que combatir, aunque los otros decidieran obviarlo por propio egoísimo o desinterés. Siempre había que buscar un lugar mejor dónde vivir.

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Kossler


Hincó las rodillas en el suelo, esbozando una pequeña mueca de molestia. Contempló la imagen de San Samoth frente sí, colgada sobre la por lo resto vacía pared. Representaba al Samoth viejo, con una expresión serena y segura, del tipo que sólo aquellas personas seguras de la bondad de sus actos pueden esbozar. Aquél tipo de personas que no teme la muerte. Aquél tipo de personas que saben del cierto que la muerte no es el final de la vida, si no que es el verdadero comienzo de ésta al reunirse junto a Christos y el Altísimo, en el Sol.

Contemplando la imagen serena del hombre y tratando de contagiarse de ella Kossler comenzó a rezar en silencio. Era cierto que no era un hombre de muchas palabras, ni siquiera cuando hablaba con el Altísimo. Kossler estaba prácticamente seguro que el motivo de su existencia era premeditado y que tenía un papel que desempeñar. Muchas veces preguntaba al Altísimo por ése papel, pero no obtenía respuestas. Con eso supo que tenía que descubrir por sí mismo su participación en este mundo.

-¡Dios Creador de todas las cosas, nosotros te volvemos a poner este día!
Guíanos en nuestros actos, nuestros pensamientos más íntimos,
Tú que sabes todo, purifícanos con el fin de que estén conforme con Tu voluntad.
Tú el Altísimo, que previó todo, pero nos deja libre de nuestro destino,
inspira a los que se alejan de tu discurso Divino,
Para que ellos nos ayuden a preservar el mundo.


Tras terminar la oración matutina, volvió a levantarse, entre otra punzada molesta. Dirigió una última mirada a la imagen y retomó el camino hasta la salida. Una vez cruzó la puerta de la Capilla, encontrándose ya con el sol, despuntando en el horizonte, la cerró de nuevo con llave y volvió a coger el sendero adoquinado que discurría por los jardines de palacio. Cruzó las manos a la espada, entrelazadas, con una postura firme y caminó mirando distraídamente hacia los lados.

El jardinero, con mucho cuidado y esmero podaba los setos como de costumbre. Parecía contento con su trabajo, pues podia intuírsele tararear una canción. Pudo ver también al mozo de cuadra en las caballerizas, algo más lejos. Cepillaba a los animales y les daba agua y heno de comer. Mientras lo hacía, parecia conversar animadamente con las monturas. A simple vista, ambos parecian felices y es que el trabajo dignificaba el alma humana. No sólo nos daba una distracción y algo que hacer, sinó que también nos reconfortaba; sobretodo cuándo encontrábamos aquél trabajo que nos llenaba completamente. Aquello para lo que teníamos un talento innato. Los había jardineros, políticos, granjeros... Pero también había una extraña combinación. A muchos les parecía atroz e incompatible, incluso desafiante y poco ejemplar, pero Kossler había sabido ver que eran dos cosas que aunque parecían aparentemente opuestas, encajaban.

Se trataba de la Iglesia y la Guerra. Tan dispares. Tan similares. No eran excluyentes entre sí. Se complementaban.

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Kossler


Ahí estaba, en el suelo. Insignificante, pero desafiante al mismo tiempo. ¿Era de nuevo la misma piedra que antes habia pateado? A juzgar por su forma y tamaño, Kossler hubiera apostado que sí. En el fondo, tenía sentido. Esa piedra tenía una gran similitud con los problemas de la vida. Podías patearlos, apartarlos de tu camino sin más cuantas veces quisieras. Sin embargo, tarde o temprano volvían a aparecer, cruzándose de nuevo en tu camino y cómo ya te había molestado una primera vez, volvería a hacerlo. No se debían evitar los problemas, lanzándolos a otro lado o ignorándolos. Había que enfrentarlos. Sólo demostrando que éramos dueños de nuestros propios actos los problemas no nos dominaban, sinó que nosotros ejercíamos poder sobre ellos.

El Marqués se arrodilló frente a la pequeña piedra. La miró unos instantes, y luego la cogió con los dedos. La acercó para verla de cerca. Era prácticamente esférica, probablemente, un canto rodado de un río. Estando en Mequinenza, eso no era en absolutamente raro. Una cosa tan pequeña, tan insignificante y sin embargo, si se te metía en las botas podía matarte de dolor. Así funcionaba la vida. Divertido, la lanzó al aire y la cazó al vuelo, guardándola en el bolsillo.

-Buenos días tenga Marqués. -Dijo el Jardinero, despertando se su ensimismamiento a Kossler.

Kossler le miró, con una media sonrisa. Asintió con la cabeza y le respondió.

-Lo mismo te deseo Joaquín. -Respondió Kossler, reprendiendo su paseo.

No comprendía porqué la gente a veces no respondía ante un saludo. Es cierto que había gente tímida o poco dada a hablar. Kossler mismo era un ejemplo de eso. Tenía fama de ser seco, frío, pero siempre respondía. En parte era dado a que había contrastado que a lo largo de la vida, podía abrirte más puertas una sonrisa y un buenos días que una mirada indiferente. Mucha gente seguía sin comprenderlo, pero la amistad y el amor eran las bases de la vida. Y no porque lo dijera la Iglesia Aristotélica simplemente, sinó porqué era así. Alguien sin amigos, no podía ser feliz.

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Kossler


Prosiguió su caminos entre setos, flores y árboles. Pasó junto a la armería de Mequinenza, repleta de todo tipo de armas de filo. Hachas barbadas, espadas de una mano, mano y media y dos manos, dagas, pequeños cuchillos y puñales. Decenas y decenas de formas creativas de dar muerte a un oponente. Sin embargo, todo eso se estaba viendo desplazado por la implementación de las armas de fuego.

Ideadas por los chinos más allá de la capital del Imperio Romano de Occidente, que las usaban para fuegos artificiales y celebraciones, fueron perfeccionadas después por el Imperio Otomano, que a diferencia del uso pueril que daban los chinos a la pólvora supieron ver realmente el potencial militar real que escondían. Así nacieron los primeros cañones, que fueron puestos rápidamente a prueba en el asedio a Constantinopla. El uso de esas armas de fuego decantó la victoria a los Otomanos. Su relevancia era tal, que claramente podían cambiar los acontecimientos. Los dobles e inexpugnables muros de Constantinopla nunca hubieran podido ser traspasados en un ataque convencional, pero no eran rival contra balas de cañón impulsadas con una fuerza desmesurada.

Y así fue cómo la tecnología desplazó la valentía del campo de batalla.

Antes de estas mejoras, ya lo habían hecho los arcos, aunque en menor medida. Atacar desde cerca, siempre implica riesgos. En una guerra a campo abierto, un soldado debía de tener hígados para enfrentarse a otro, frente a frente, espada contra espada, mente contra mente. Eso disuadía a muchas facciones de luchar en guerras. Con la llegada del arco, atacar de lejos era mucho más fácil y sencillo. No se necesitaba ser valiente. Bastaba con disparar al aire y esperar que la saeta diera a alguien al caer. Un triste (aunque efectivo) modo de ganar guerras. Sin embargo, a la primera carga de caballería, se rompían las formaciones y los arqueros poco o nada tenían que hacer. Eran cobardes.

Si eso ya denotaba la primera presencia de la cobardía en un campo de batalla, el uso que se empezaba poco a poco a implementar en toda Europa favorecería más cobardía en los campos de batalla. Y cómo soldados cobardes una nación podría encontrar los que quisiera, aumentarían las guerras, el hambre y la destrucción. Por desgracia, las mejoras en la guerra no disuadían a la gente de emprenderla, sinó todo lo contrario. Al facilitar la guerra, no precisando de soldados valientes y con experiencia, empujaba a las naciones a matarse entre ellas. Al final del todo, la tecnología en la guerra, sólo suponía dos cosas:

Más muerte. Más destrucción.

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Kossler


Tras pasar de largo la armería y abandonar sus reflexiones sobre el impacto de la tecnología el en guerra el Marqués prosiguió su camino hasta Palacio. Teniendo en cuenta lo que iba deteniéndose y demorándose por el camino, tardaba más de lo que era usual. No le importaba, pero también tenía mucho trabajo que hacer en el despacho y no podía apartarlo por mucho tiempo.

Percibió algo moverse con rapidez a su alrededor. Kossler se tensó atento a cualquier amenaza. Ruido. Se giró, alertado y desconcertado a la vez. No había nada. Cuándo se volvió alguien se tiró encima de él, prácticamente arrojándolo al suelo.

Era un perro. Miraba con sus ojos a Kossler, con la cabeza inclinada, moviendo el rabo, contento, respiraba con agitación y tenía las patas posadas sobre el pecho del Marqués. El perro no era suyo, desde luego. Kossler no tenía perros. Le acarició la cabeza y las orejas y el perro se posó en el suelo. Seguía meneando el rabo y juguetón, saltaba hacia los lados.

Era increíble ver cómo un animal era algunas veces mejor que un ser humano. Por lo menos, Kossler nunca había oído que un perro declarara una guerra, procediendo a la invasión de un país, conspirara para matar a un rival o simplemente robara algo que luego no fuera a comerse. No, no eran como los humanos. Eran mejores. Un perro, una vez te habías ganado su confianza iba a seguirte toda la vida. Se sentía en deuda contigo. Miró de nuevo al animal, y siguió acariciándolo, silencioso.
A diferencia de los perros, que eran totalmente fieles a sus amigos, los humanos no eran así. Urdían traiciones y conspiraciones, actuaban por puro egoísmo o interés propios y no dudaban en subastar una amistad al mejor postor. Los perros no hacían eso.

-Buen chico. -Dijo el Marqués acariciándolo por la tripa por última vez y levantándose.

A veces, y a pesar de las enseñanzas del Altísimo dudaba de verdad si era cierto eso de que los humanos eran sus seres favoritos. De acuerdo, tal vez lo eran, no tenía porqué ser así. De lo que estaba seguro era de que muchos animales era mil veces mejores que algunos humanos.

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Kossler


Por fin, y sin más interrupciones, logró entrar en Palacio. Abrió la puerta principal, que no estaba cerrada ese día y se dirigió un momento al comedor. Se encontró allí a una docena de personas comiendo un caliente estofado. Hoy era domingo. Junto con el miércoles, eran los dos días en que el Marqués ofrecía comida y cena a aquellas personas más necesitadas. Pese a la imagen que Kossler tenía frente al exterior, casi todo era fachada. No era ni mucho menos temible ni una persona que amara la violencia porqué sí.

Observó un momento la gente, sus rostros agradecidos, sus delgados cuerpos tapados con mantas y abrigos que les había proporcionado Seberino. Eso le hizo reflexionar sobre la caridad. Era prácticamente imperativo que aquél que más tuviera era el que más podía ayudar a la sociedad y en concreto, a aquellas personas más desvalidas. Sin embargo, la avaricia humana solía querer acumular más y más riquezas. Parecía algo grabado a fuego en lo más profundo del ser humano. Eso les convertía (y a Kossler el primero) en pecadores. Se acercó a uno de los hombres que estaban dando buena cuenta del almuerzo.

-¿Está bueno el estofado? -Preguntó el Marqués.

El hombre asintió con la cabeza, sin mediar palabra, comiéndose un gran trozo de pan y bebiendo luego un sorbo de agua. Kossler enarcó una ceja y miró al Mayordomo, al otro lado de la sala, apoyado en la pared.

-Seberino, que les traigan a estos hombres y mujeres un poco de vino. -Ordenó Kossler al de Larte.

Dicho esto Kossler volvió a encaminarse hacia la puerta del salón. Tenía un sitio que visitar antes de terminar el día. Justo cuando cruzaba el umbral de la puerta de salida una voz sonó a sus espaldas.

-Gracias señor. -Dijo el hombre con el que Kossler había hablado antes.

El Marqués se giró y esbozó una pequeña sonrisa. Acto seguido, abandonó el salón, dejando que aquella gente comiera tranquila. Estaba seguro que la mayoría de ellos tenían ya ganado el Paraíso en el Sol.

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Kossler


Recorrió los pasillos en silencio, su cabeza en un bullicio de pensamientos varios, una vela en la mano izquierda. Todo el mundo necesitaba, en algunos momentos de su vida, tiempo para reflexionar. Más todavía, si la vida que se vivía era agitada y llena de conceptos, ideas y otros temas dignos de reflexión. Era la forma de poner en orden todo lo que había pasado, tratando de darle un sentido. Normalmente, muchas cosas no tenían explicación y éso desconcertaba a la gente. Tal vez tenía una explicación divina o, simplemente, no tenía ninguna y toda nuestra vida era un sinsentido.

Apoyó la mano derecha en la pared empedrada del pasillo y fué rozando la piedra hasta la biblioteca de palacio. Ahí se hallaba el único lugar que él conocía y dónde podía pensar con más tranquilidad sin miedo a ser importunado. Se dirigió directamente a la estantería del final. Volvió la cabeza hacia los lados y viendo que no había nadie empujó el tomo de la obra de Euclides, "Los elementos". Seguidamente se oyó un chirriar mecánico y empezó a activarse el mecanismo. La estantería de la derecha se desplazó y dió acceso inmedito a una puerta que se hallaba justamente detrás. La abrió y entró en otro pequeño pasillo, sin iluminar. Encendió una luz de óleo con la vela y cerró la puerta tras de sí. Tiró del tirador que había al lado de la puerta para activar el mecanismo en sentido inverso. Funcionó, y la estantería, al otro lado, debió volver a su lugar.

Recorrió el pequeño pasillo y bajó luego unas escaleras. Desembocó en una gran sala, absolutamente en total penumbra. Encendió un par de luces más y luego dejó la vela sobre una pequeña mesa de madera sin pulir, tosca. A los primeros signos de luz, podían verse los barriles y barricas de la bodega. Vino, cerveza, sidra y otros licores de producción propia. También había unos cuantos botelleros en la periferia de la sala, guardando vinos, champanes y cavas comprados a mercaderes o mandados traer exclusivamente. No se descorchaban a menudo, pero no estaba de más tener buenos vinos, por si acaso.

Kossler cogió una copa de la despensa y se dirigió a una de las barricas. Abrió el grifo y llenó la copa de vino. Mientras lo hacía, el Marqués examinaba la densidad del vino y su color. Se sentó en la silla frente a la mesa sin pulir. Oxigenó la copa de vino, los ojos perdidos en la oscuridad de la sala, la mente divagando, lejos de aquél lugar. Sorbió un poco el caldo, y empezó a pensar.

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