No tenía mucho sentido, pero había ido caminando hasta el trigal para comprobar que todo seguía bien. Por supuesto, con aquel frío aún faltaba tiempo para que el cereal despuntara, y no había mucho que hacer allí. Pero el viento que le golpeaba en la cara le hacía bien, así como el sonido de las ramas de los árboles que entrechocaban. Aquella mañana lo necesitaba para despejarse y reflexionar sobre el sueño.
Primero, la había visto a ella. En medio de la penumbra, parecía dormida, desembarazada de todo dolor y preocupación. Las luces de las velas, que llenaban el ambiente con olor a sebo, le daban un aspecto irreal, como si fuera un ángel.
Luego, aquel hombre enjuto que caminaba de un lado a otro de la estancia, retorciéndose las manos y hablándoles con voz sombría. Desde la altura que tenía en el sueño, parecía alto como una torre. En el recuerdo borroso que dejan los sueños, llevaba hábito de sacerdote y en sus palabras asomaban los terrores y castigos del infierno lunar. Ella, en el sueño, estaba tan aterrorizada y confusa que era incapaz de mover siquiera una pestaña, pero en un momento notaba que la tomaban de la mano con suavidad. Uno de los otros, que estaban con ella en silencio: al menos, no estaba sola.
El sacerdote se giró entonces hacia el otro hombre, derrumbado sobre una silla. Él sí parecía muerto: sus ojos miraban al vacío y parecía no percibir nada de lo que pasaba. En un cambio brusco, el cura, en silencio, tomó el bulto envuelto en trapos que el hombre sostenía. Lo hizo con sorprendente delicadeza, y le pareció ver que dedicaba una ligera sonrisa, que no encontró eco en la mirada perdida del hombre. De espaldas a ellos, se dirigió hacia donde ella reposaba y depositó el bulto entre sus brazos. Tomó entonces la tapa del ataúd, e hizo un ademán a los otros para que le ayudaran a colocarla. Ella se quedó sola mientras los demás trabajaban, y corrió a abrazarse a las rodillas del hombre sentado, buscando que la reconociera en su mirada, que le acariciara la cabeza.
"Padre", iba a decir, pero el sueño se acabó, y se había encontrado otra vez tumbada en su cama.
Tomó una rama del margen del camino, y de forma distraída se dedicó a revolver la tierra mientras pensaba. En el sueño tenía dos mentes: la suya propia, que, atada por las imposiciones y normas propias del estado en el que se encontraba, sólo podía observar, y de manera limitada; y la otra mente, la principal en el sueño, demasiado infantil e inexperta para comprender y analizar de manera completa. Ahora, en la vigilia, sólo podía retomar los retazos que habían sobrevivido al despertar para intentar sacar algo en claro.
-Los demás querían otro niño-se sorprendió diciendo aquello en voz alta.
-Decían que las niñas no servían para nada. Lo decían delante de mí, para hacerme de rabiar, pero no delante de ellos, porque sabían que les castigarían. Yo, sin embargo, quería que fuera una niña, para no estar sola. Y de madrugada, me levantaron de la cama y me la enseñaron, tan pequeña y arrugada. Padre me dijo que tendría que cuidarla mucho, para que no echara de menos a madre. Yo le pregunté que adónde se iba madre, pero no me contestó-se secó las lágrimas con el dorso de la mano, consciente a medias de lo que decía, como si se lo estuviera escuchando a otra persona.
-No aguantó hasta la tarde siguiente sin ella.
A su mente vinieron entonces otras imágenes, unas que no habían aparecido en el sueño: él gritaba, se mesaba los cabellos y la barba, hacía caso omiso a las palabras tranquilizadoras del cura y decía: "¡No la podemos dejar sola! ¡Está oscuro y tendrá miedo!" El sacerdote, preocupado, le decía que no podía ser, que tendrían que ir separadas, que la niña no había sido bautizada... Padre entonces se quedó quieto: su rostro, de una tranquilidad rayana en la locura. "Hay una manera de que no esté sola..." y pronunció una frase en voz baja pero firme y sonora: los que se quitan la vida a sí mismos no se entierran en sagrado.
Entonces Taresa entendió el sueño: donde había visto un ser temible, veía ahora un hombre preocupado, nervioso, amenazando a unos niños por el miedo a que en su inocencia revelaran un secreto terrible. Había ido contra las normas, había cometido un pecado para evitar otro mayor, en otra persona. "Que el Altísimo lo perdone", pensó mientras caía de rodillas, temblando. Como no tenía ningún dato más, si no lo habían descubierto todo lo que había recordado no servía de nada. Y esperaba en el fondo de su corazón que no lo hubieran hecho.