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[RP] Fuera de los muros (versión Castilla)

Taresa


Taresa dejó escapar un suspiro de alivio... y al darse cuenta se sonrojó, tras lo cual intentó disimular y recomponerse.

El cernícalo era un punto inmóvil en el cielo; si no se sabía que estaba allí, podía pasar perfectamente desapercibido. De repente, comenzó su descenso, sin ningún movimiento aparente, salvo la pérdida de altura. Si antes parecía colgada del cielo por un hilo, ese hilo descendía ahora de manera vertical a una velocidad prodigiosa, pero sin perder un ápice de elegancia. Antes de que se dieran cuenta ya estaba a ras de suelo y desaparecía entre los trigales verdes.

-Vamos a dejarle un rato para que coma; normalmente realiza tres o cuatro lances cada vez que la saco.

Tomó entonces una amapola que crecía junto al camino y jugueteó con ella mientras escuchaba a Ramiro hablar de su trabajo como cazador de libros.

-¿Una prensa de letras? ¿Como las de las uvas?- no entendía muy bien a lo que se refería. Se imaginó una gran prensa que exprimiera las palabras hasta sacar un jugo dulce... a fe que eso tendría que embriagar más que el vino. Se dio cuenta de que se estaba riendo sola. -Perdón. ¡Hábleme más de Florencia, por favor!

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Ramiro_odriozola


-Si, extactamente, como la de las uvas. Con letras de hierro manchadas de tinta, como cuando se hierra a los animales en otoño.

Y Florencia... Era todo blanco marmol y ocre silleria. El baptisterio, el Duomo de Fiore, con una cúpula colosal recien terminada, increible y preciosa, aunqeu todavia estaban rematando el lucernario. El campanario de Giotto, igualmente de marmol multicolor, como todo el conjunto, excepto la fachada de la Catedral, que no se habia empezado a ejecutar.

Y todas esas esculturas de los antiguos, y esos palazzos hechos a la maniera de ellos.

Pero hay tantas cosas para un solo dia... no se por donde empezar..

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Ramiro de Odriozola
Taresa


Con los ojos cerrados, escuchó la descripción del hombre. Le habían contado relatos de viajeros cantando las alabanzas y las novedades de la ciudad italiana, y en su imaginación siempre volandera se había formado una especie de ciudad celestial sin ninguna tacha. Pero Ramiro se quedó en silencio, y su espíritu aterrizó junto al campo a las afueras de Osma. ¿Sucedía algo? ¿Por qué no seguía?

Durante unos momentos, sólo se escuchó el rumor del viento entre las espigas. Taresa no sabía por dónde salir... o más bien, no se atrevía. No hacía más que dar rodeos, hacer como que nada sucedía, por miedo a... ¿a qué tenía miedo?

Una puede ser toda la vida un ratoncito, sin hacer ruido, escondida tras un mostrador. Pero para volar hay que lanzarse al vacío.

-Quería decirle algo. Desde hace tiempo, pienso en usted como algo más que un vecino... como algo más que un amigo, también. Yo... yo...- ahora no se podía echar atrás: así que como le fallaban las palabras, se puso de puntillas y le besó.

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Ramiro_odriozola


Ramiro se quedo estupefacto. Al principio no pudo ni corresponder al beso, mas al fin su tmidez claudicó en esa situación tan placentera, en ese beso tan cálido de una persona a la que tanto queria.

-Eres preciosa-dijo Ramiro cuando al fin separaron sus labios.

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Ramiro de Odriozola
Taresa


Cuando se separaron, Taresa estaba un poco temblorosa, pero muy feliz. Si normalmente tenía la capacidad de andar en las nubes, en ese momento flotaba medio metro por encima del suelo. Aquella noche tendrían que darle un golpe en la cabeza para que se durmiera. Alzó los ojos hacia Ramiro; ¿él la quería? Sí, la quería, estaba segura.

- Mmmm... muchas gracias...- contestó con suavidad, y, avergonzada, bajó la vista. Un día tendría que aprender qué se contestaba a los piropos: normalmente, se los tomaba con bastante escepticismo, pero aquél le había emocionado.

Para ser una enamorada de la belleza, la muchacha no tenía demasiado en cuenta su aspecto; en su casa sólo había un espejito, tan pequeño que no podía verse el rostro de una sola pasada. Pero en ese momento, y por una vez, deseó ser de verdad hermosa y que el hombre la viera así.

¿Y ahora qué se hacía? Seguro que a la gente no le pasaban estas cosas, y tenían muchas cosas bonitas que decirse en vez de ponerse nerviosos como ella y mirar al suelo...

Entonces escuchó el "kiikiikii" satisfecho del cernícalo desde el campo.

- ¡Pobrecita, siempre se me olvida!- agarró de la mano a Ramiro y tiró de él hacia el campo... con cuidado, que no se va a limpiar de bichos el trigal de alguien para luego pisarle la cosecha- ¿Qué es de tu vida, bicharraca?

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Taresa


¡Qué bien había dormido debajo de aquella encina! Había aprovechado las horas más solaneras para hacer un alto en el camino, pasando Calatañazor. Comió a la sombra de la arboleda, y ya se sabe, con el estómago lleno y el calor se acaba amodorrando uno... Así que ya a media tarde se despertó gracias a las atenciones de Estrellita, que había decidido comprobar sus constantes vitales arrimándole el morro húmedo a la cara. Aún si saber muy bien lo que pasaba, soltó un ruido inarticulado y poco a poco abrió los ojos para apartar al animal.

Un momento... había algo que fallaba. Algo no estaba igual que cuando se había dormido. Se tentó las manos, la bolsa, la ropa y cuando llegó a la cara se dio cuenta: al sombrero de paja que traía le faltaba medio ala. Y por supuesto, la burra se encontraba masticando a dos pasos de ella con cara de inocente. ¡Su sombrero! De acuerdo, no era nada elegante y le hacía parecer una seta, ¡pero no había nada más práctico! Se levantó de un salto y miró al animal a los ojos con cara de reproche... a lo que la asnilla le devolvió tal mirada de indefensión que, claro, se conformó con tirarle bruscamente del ronzal y recogerlo todo sin decir palabra para seguir camino a Soria.


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Taresa


Aquel día lucía un sol esplendoroso, y decidió llevarse a Estrellita al molino: aún no era lo bastante grande como para cargar sacos, pero pensó que sería divertido que la burra andara el camino para que lo tomara por costumbre.

-¡Venga, guapa, vamos a ver al señor Ramiro!- le dijo sonriendo, con la albarda en la mano.

Pero ni para bien ni para mal la burra quiso moverse: la muchacha la notó bastante inquieta, y ni las golosinas ni las amenazas sirvieron de nada. No era por causa de la albarda: aunque le había dado problemas al principio, el animal se había acabado acostumbrando. Era más bien que no quería moverse de allí. Posada en su percha, la Piravana también se removía inquieta, y chillaba de vez en cuando para hacerle el coro a los rebuznos de Estrella.

"Valientes tunantas..." rezongando entre dientes, salió de casa con el carretillo dirección extramuros, dispuesta a disfrutar de la tarde. Iba tarareando canciones para matar el rato, desgranando todas las que se sabía sobre molinos:

-Debajo del molino
nació el romero, leré,
nació el romero, leré,
nació el romero, leré, leré, leré.
Quién fuera cortejada
del molinero, leré,
del molinero, leré,
del molinero, leré, leré, leré.


Con esa se puso colorada y miró a todas partes por si la escuchaba alguien.

Fue dejando atrás las casas de la villa, y decidió atajar campo a través por unos trigales recién cosechados. Le gustaba cómo crujían los rastrojos bajo los pies, y la vista del horizonte quebrado por los árboles solitarios, plantados entre las tierras de labor. Las nubes parecían nata batida en el cielo.

De repente, sintió un trueno. Luego otro, más cerca. Se sucedían los retumbos, cada vez más fuertes y más cercanos. El cielo se oscurecía a toda velocidad, a causa de las nubes que parecían subir y expandirse Y, delante de ella, el primer rayo iluminó el cielo. Se veía realmente cerca, tanto que se le erizó el vello de los brazos. Miró a su alrededor, sin ver ningún lugar en el que refugiarse.

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Taresa


No soplaba la más mínima brisa; el aire era pesado como si fuera de plomo. Los relámpagos hendían el cielo, casi a la vez que se oían los truenos. Taresa estaba a campo abierto, completamente desprotegida, y su corazón palpitaba como el de un animalito asustado. Vio cerca de ella algún árbol solitario: sabía que era el peor sitio para refugiarse durante una tormenta, así que se alejó todo lo que pudo de ellos.

Se acuclilló en el suelo, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Como no podía ser de otra manera, la zona dañada de su cabeza comenzó a dolerle, como si la estuvieran apretando con un torno. No podía hacer otra cosa que rezar:

-Dios misericordioso
Aristóteles misericordioso
Christos... Christos misericordioso...


Escuchó un estruendo, no muy lejos de ella, y olor a madera quemada. No quería mirar; no podía mirar. Tragó saliva: después de un largo verano el campo estaba muy seco y cualquier chispa podía ser fatal. Se esforzó en respirar, hasta casi obligarse a meter aire.

Dios misericordioso
Aristóteles misericordioso
Christos misericordioso

Santos Miguel, Gabriel y Sylphaël, recen por nosotros.
Todos los santos ángeles y arcángel de Dios, recen por nosotros.

Aristóteles, reza por nosotros.
Christos, reza por nosotros.
Todos los santos profetas, recen por nosotros...


Siguió desgranando la letanía en voz baja hasta que las palabras perdieron su significado y se mezclaron con los truenos, el zumbido de sus oídos y los violentos latidos del corazón.

Después de un tiempo que pareció una eternidad, notó un impacto húmedo en la espalda. Casi a continuación otro, y el siguiente, hasta que las gotas formaron un torrente que se metía entre sus rizos hasta el cuello, y se deslizaba por la espalda. La tormenta sonaba amortiguada, dirigiendo sus pasos a otro lugar, desplazada por el chaparrón. El cuerpo de Taresa, liberado súbitamente de la tensión, se aflojó y dejó caer desmadejado sobre la tierra.

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Taresa


Se hallaba realmente agotada tras la tensión, tanto que a pesar de que la lluvia seguía cayéndole por encima no se sentía capaz de moverse. Allí, entre el cielo y la tierra, las nubes que emborronaban su cabeza, a diferencia de las del cielo, comenzaron a abrirse, y entre ellas pasó la luz de un pensamiento; ni siquiera un pensamiento, una sensación: estaba viva.

Hacía un momento, podría haber perdido la vida. Había sido sólo cuestión de suerte, o de voluntad divina. Mejor dicho, había sido voluntad divina. La vida era sólo un frágil hilo, presto a quebrarse por cualquier corriente de aire. No obstante, aquel pensamiento, que podía parecer triste en cualquier ocasión, sólo la llenaba de asombro y de una extraña lucidez expectante. Estaba viva, y en aquel momento podía sentir la humedad de la lluvia, el olor de la tierra mojada, la tenue claridad del sol tamizado por las nubes. En sus mejillas, las lágrimas se mezclaban con el agua caída del chaparrón.

Cesó de llover, y con gran esfuerzo se levantó. Después de aquello estaba un tanto desorientada, y a pesar de su penoso estado el molino era lo que más cerca le quedaba. Siguió caminando, y pasó junto un chopo con el tronco desgajado. La parte que yacía en el suelo aún humeaba, víctima primero del fuego y luego del agua. Como si se hubiera tropezado con un apestado, rodeó a buena distancia el árbol y siguió adelante.

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Taresa


Y pasó la estación de la cosecha, los álamos de la ribera perdieron sus hojas y el lago se volvió de un color plomizo y mate. Llegaba el frío, extendiendo sus dedos en forma de ráfagas entre las casas para colarse por las rendijas de las puertas y contraventanas...


Sí, esto es para que no se pierda

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Taresa


No tenía mucho sentido, pero había ido caminando hasta el trigal para comprobar que todo seguía bien. Por supuesto, con aquel frío aún faltaba tiempo para que el cereal despuntara, y no había mucho que hacer allí. Pero el viento que le golpeaba en la cara le hacía bien, así como el sonido de las ramas de los árboles que entrechocaban. Aquella mañana lo necesitaba para despejarse y reflexionar sobre el sueño.

Primero, la había visto a ella. En medio de la penumbra, parecía dormida, desembarazada de todo dolor y preocupación. Las luces de las velas, que llenaban el ambiente con olor a sebo, le daban un aspecto irreal, como si fuera un ángel.

Luego, aquel hombre enjuto que caminaba de un lado a otro de la estancia, retorciéndose las manos y hablándoles con voz sombría. Desde la altura que tenía en el sueño, parecía alto como una torre. En el recuerdo borroso que dejan los sueños, llevaba hábito de sacerdote y en sus palabras asomaban los terrores y castigos del infierno lunar. Ella, en el sueño, estaba tan aterrorizada y confusa que era incapaz de mover siquiera una pestaña, pero en un momento notaba que la tomaban de la mano con suavidad. Uno de los otros, que estaban con ella en silencio: al menos, no estaba sola.

El sacerdote se giró entonces hacia el otro hombre, derrumbado sobre una silla. Él sí parecía muerto: sus ojos miraban al vacío y parecía no percibir nada de lo que pasaba. En un cambio brusco, el cura, en silencio, tomó el bulto envuelto en trapos que el hombre sostenía. Lo hizo con sorprendente delicadeza, y le pareció ver que dedicaba una ligera sonrisa, que no encontró eco en la mirada perdida del hombre. De espaldas a ellos, se dirigió hacia donde ella reposaba y depositó el bulto entre sus brazos. Tomó entonces la tapa del ataúd, e hizo un ademán a los otros para que le ayudaran a colocarla. Ella se quedó sola mientras los demás trabajaban, y corrió a abrazarse a las rodillas del hombre sentado, buscando que la reconociera en su mirada, que le acariciara la cabeza.

"Padre", iba a decir, pero el sueño se acabó, y se había encontrado otra vez tumbada en su cama.

Tomó una rama del margen del camino, y de forma distraída se dedicó a revolver la tierra mientras pensaba. En el sueño tenía dos mentes: la suya propia, que, atada por las imposiciones y normas propias del estado en el que se encontraba, sólo podía observar, y de manera limitada; y la otra mente, la principal en el sueño, demasiado infantil e inexperta para comprender y analizar de manera completa. Ahora, en la vigilia, sólo podía retomar los retazos que habían sobrevivido al despertar para intentar sacar algo en claro.

-Los demás querían otro niño-se sorprendió diciendo aquello en voz alta. -Decían que las niñas no servían para nada. Lo decían delante de mí, para hacerme de rabiar, pero no delante de ellos, porque sabían que les castigarían. Yo, sin embargo, quería que fuera una niña, para no estar sola. Y de madrugada, me levantaron de la cama y me la enseñaron, tan pequeña y arrugada. Padre me dijo que tendría que cuidarla mucho, para que no echara de menos a madre. Yo le pregunté que adónde se iba madre, pero no me contestó-se secó las lágrimas con el dorso de la mano, consciente a medias de lo que decía, como si se lo estuviera escuchando a otra persona. -No aguantó hasta la tarde siguiente sin ella.

A su mente vinieron entonces otras imágenes, unas que no habían aparecido en el sueño: él gritaba, se mesaba los cabellos y la barba, hacía caso omiso a las palabras tranquilizadoras del cura y decía: "¡No la podemos dejar sola! ¡Está oscuro y tendrá miedo!" El sacerdote, preocupado, le decía que no podía ser, que tendrían que ir separadas, que la niña no había sido bautizada... Padre entonces se quedó quieto: su rostro, de una tranquilidad rayana en la locura. "Hay una manera de que no esté sola..." y pronunció una frase en voz baja pero firme y sonora: los que se quitan la vida a sí mismos no se entierran en sagrado.

Entonces Taresa entendió el sueño: donde había visto un ser temible, veía ahora un hombre preocupado, nervioso, amenazando a unos niños por el miedo a que en su inocencia revelaran un secreto terrible. Había ido contra las normas, había cometido un pecado para evitar otro mayor, en otra persona. "Que el Altísimo lo perdone", pensó mientras caía de rodillas, temblando. Como no tenía ningún dato más, si no lo habían descubierto todo lo que había recordado no servía de nada. Y esperaba en el fondo de su corazón que no lo hubieran hecho.

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Taresa


El lirón asomó el morro entre las piedras del muro para olisquear el aire. Detectó una ventisca cercana y giró dentro de la madriguera para seguir durmiendo.

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Taresa


-Pero… ¿te vas a mudar?
-Nooo -Taresa movió enérgicamente la cabeza. -Esto… todo esto lo necesito para pintar-dijo, y siguió subiendo cachivaches a la carreta. Todavía no había salido el sol y sólo la bóveda de estrellas sobre Osma y la luz de la candela que asomaba tras la puerta rompían las sombras en torno a los viajeros. Aseguró otra vez las cinchas que unían a Estrella con el carro. -Y ahora la otra bestezuela, ya somos tres -entró otra vez en casa y salió con la Piravana al puño, convenientemente encaperuzada.

El amanecer les alcanzó ya alejados de la ciudad y del antiguo palacio, rumbo sur. El camino real seguía el curso del río, por el fondo del valle, por ser la zona más cómoda y llana. Taresa se volteó para ver a lo lejos las lomas, aquellas donde estaban las defensas y adonde habíha subido, hacía más o menos un año, para ver la villa por completo y dibujarla desde arriba.

Como los árboles de la aún no estaban vestidos de hojas, el agua del Duero se veía con toda claridad desde la carretera. En algunos remansos caminaban las garzas buscando presas entre las rocas; delicados nimbos verdes cubrían las ramas de algunos olmos, anunciando la primavera.

Pasaron de largo ante Gormaz, a la sombra del castillo, y siguieron el camino hacia el oeste. Ya era media mañana, y Taresa cerró los ojos con la cabeza vuelta hacia el sol, tras quitarse el sombrero, para sentir cómo le acariciaba la cara y le hacía cosquillas en la nariz. “Se me va a poner la cara oscura y opaca, y cuando sea vieja como una pasa”, pensó, pero agradecía tanto la luz, y la ponía de tan buen humor que no podía evitarlo.

Seguían avanzando, cruzando campos de labor sobre la tierra suavemente ondulada, cuando vieron a lo lejos un resplandor blanco, como de nieve, sobre unas lomas redondeadas: según se iban acercando fueron distinguiendo las filas de almendros cubiertos de una masa blanca: aquellas flores blancas de corazón rosado. Una suave brisa les trajo el dulce y sutil aroma de las flores, como invitándolos a que se quedaran.

“Vivimos en un mundo lleno de maravillas”, pensó la muchacha, y luego le vino a la mente: “Contemplator item, cum se nux plurima siluis induet in florem et ramos curuabit olentis…” Había acabado aprendiendo tiradas de versos enteras del Virgilio, sólo por la sonoridad, y les iba sacando poco a poco el significado a su manera torpe y pedestre. “Observa también cuando los almendros de las selvas… no, en las selvas… ay, induet in florem…” Con la rama de carboncillo escribió las palabras que no le salían en la madera del carro y les dio vueltas hasta que les sacó una traducción con sentido: “…se visten de flor y curvan sus ramas fragantes…” Así estaba cuando se dio cuenta de que se encontraba parada: Estrella había juzgado interesantes unas flores al lado del camino y, sin nadie que la controlara, se había tomado la libertad de detenerse para probarlas. Roja de vergüenza, le dio un grito para que se pusiera otra vez en marcha. Así viajaron un rato más, pero llegó la hora de la comida y decidieron parar a almorzar bajo los árboles en flor, para regocijo de Taresa, que se sentía bajo un palio tejido por las hadas.

-¡Qué bien saben el pan y el queso aquí!-exclamó. -No sé si será el hambre, el aire o el sitio. Hacía mucho que no comía al aire libre… y además en un lugar tan bonito.

Mientras soltaba a la Piravana para que cazara un poco e hiciera ejercicio después de comer, vio una campesina de mediana edad que caminaba entre los almendros. Alguna gente que había conocido desconfiaba de la Piravana por miedo a que les estropeara los cultivos, pero aquella mujer pareció no tomarlo en cuenta. Parecía dispuesta a charlar, así que se acercó y la saludó. Taresa le preguntó si eran suyos los árboles, y así era, y cuando elogió la hermosa floración de los almendros, la mujer puso cara de preocupación.

-Muy bonitos, muy bonitos, sí… pero es la época de mayores disgustos, yo ni duermo, fíjese. Este año con varios días de sol han brotado un poco pronto pero… ¿y si llega una helada? ¿O el pedrisco, el Altísimo no lo quiera? No hacemos en casa más que mirar al cielo, nada más despertar. Nos pasamos la vida con la cabeza para arriba, ya sea para pedirle al cielo, ya para ver lo que nos trae.

Taresa asintió y dijo que ella tenía un campo de trigo y le pasaba lo mismo, con lo que la mujer se sorprendió. Se dio cuenta entonces que la había tomado por la criada de sus acompañantes, pero no se ofendió, sino que le pareció bastante gracioso. Ya se lo contaría cuando llegaran a Aranda y se sentaran en la taberna a charlar del día.

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Taresa


El sol volvió a iluminar el camino al grupo ya pasada Aranda, y Taresa se caló bien el sombrero. La señorita Godiva la había obligado a echarse una pringosa grasa de cordero en las quemaduras de su nariz y mejillas producto del día anterior, y se sentía como un trozo de tocino antes de echar a la sartén.

Era como seguir la corriente, sólo que por tierra. Curiosamente, a pesar de haber vivido un año entre montañas, ahora no sabría vivir sin un río cerca; escuchar el rumor al lado le producia seguridad. Aún era temprano para ver mucho verde en los campos, pero los distintos colores de la tierra, aderezados por algún canal, arbustos bajos, tierras en barbecho, pueblecitos y manchas de bosque componían un paisaje armónico, sin ningún tono que chirriase a la vista, casi diseñado para el solaz de una vista cansada.

Según avanzaban vieron alzarse a en la ribera izquierda un sólido castillo que brillaba al sol, bajo el que se apiñaban en el llano las casitas como polluelos en torno a la gallina, cercadas por una muralla: había cientos de villas parecidas, pero lo cierto es que aquella parecía perfecta en su especie, como el modelo sobre el que se habían hecho las demás. Iban compartiendo carretera con algunos viandantes que viajaban en su misma dirección; por lo visto, era el mercado semanal.

-Esto es Peñafiel; vamos a hacer noche aquí-les dijo el señor Sirdrakkar. No era una mala noticia: tenían toda la tarde para inspeccionar el pueblo. Les sorprendió, una vez que lo tuvieron cerca, su amplitud y disposición: se veían no menos de diez campanarios de iglesias, y en la ancha calle principal había muchas casas de piedra buena adornadas con viejos blasones. No tenía mucho que envidiar a algunas villas de realengo. La calle principal les acercó a la plaza del pueblo: no tenía más entrada que aquella, y como descubrieron después, un estrecho pasadizo lateral. Por todos sus lados se situaban casas de una o dos plantas con hermosos balcones de madera, y no les costó encontrar una posada: un bonito edificio porticado con columnas de piedra. En la tierra de la plaza se hallaban plantados los puestos del mercado, y tuvieron tiempo para curiosear. Taresa aprovechó para preguntarle a la hija de un calderero el por qué de aquella plaza tan grande y cerrada.

-¿No lo sabe? Nuestros juegos de toros son famosos, los celebramos todos los años en agosto. Vienen hidalgos de toda la contorna a probar su habilidad lanceando los toros, y los mozos a correrlos desde el redil a la plaza por toda la calle mayor. ¡Ay, si los viera! Vienen de Mélida, Aldeayuso y hasta de Quintanilla. Pero el mejor es Perico Robledo, el de Valbuena, el que más gana y el que mejor planta tiene- lo dijo con tal arrobamiento que Taresa tuvo que girarse a Anuska para que la chica no viera la risa que se le escapaba: era como una doncella noble hablando de su caballero, pero bien colorada y entre ollas y sartenes de cobre, lo cual desmerecía un poco. Le prometieron volver algún día por la fiesta y se fueron a la posada a reposar un poco.

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Taresa


Durante todo el viaje no habían visto más que unas barcas subiendo y bajando por el río, pero aquel día el tráfico parecía mucho más intenso. El puerto de Valladolid estaba mucho más abajo y aún no se divisaba, así que aquellos barcos que viajaban río arriba la llevaban un buen trecho navegando. En una gabarra cruzaron el río a la altura de Quintanilla de Yuso, y siguieron por la orilla derecha entre amplios cambios, con un paisaje parecido al de los otros días. No era el que Taresa, en el fondo de su corazón, quería ver, aquél que no lograba recordar más que de forma borrosa en sus sueños. En sus viajes nunca lo había encontrado, pero con el tiempo había decidido que, por muy importante que hubiera sido en el pasado, la vída sólo corría en un sentido, como los ríos: hacia delante. Si volvía a estar allí, tanto mejor.

Ya se estaban alejando del río, subiendo la cuesta hacia una meseta sobre la que se hallaba Valladolid, aún a un par de horas de camino, cuando pasó otro barco Duero arriba.

-¡Mirad, es la Mora I! ¡La Moraaa! ¡Uriiii!-gritó la señorita Godiva con su efusividad habitual, moviendo los brazos. No parecía haber nadie en cubierta y además, estaba muy lejos, así que era dudoso que alguien en el barco los viera. Contemplaron cómo el barco se perdía hacia el este y siguieron ascendiendo.

Llegaron por fin a la zona llana, donde había más campos plantados, y dejaron que la burra descansara un poco. Taresa intentó ver dónde se unían el Pisuerga y el Duero, río abajo, pero los árboles de la ribera le tapaban la vista. Después de pasarse el pellejo de vino y recuperar un poco las fuerzas, siguieron ruta, al fin y al cabo les quedaba la parte más pequeña y fácil del camino. Entre campos, granjas y pueblos siguieron hasta ver las murallas de la ciudad. A la izquierda, Taresa vio el bosque: un escalofrío le recorrió la espalda. Los bosques no le gustaban, ni siquiera los pequeños. En otro tiempo se hubiera sentido mal sólo con tenerlo delante, y ni hablar de entrar en él, pero había conseguido controlarse. Volvió a mirar las puertas de la ciudad, sonrió y se sacudió de la cabeza todos los pensamientos desagradables.

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