Con la escoba en la mano por si acaso y parapetada tras la madera, Taresa descorrió el cerrojo de la puerta. Afuera estaba ya negro como la boca de un lobo, claro que a ver quién es el guapo que se encuentra a un lobo con la boca abierta y se entretiene mirándole las fauces. Después de un primer vistazo, la oscuridad fue cobrando forma y un pequeño bulto tembloroso apareció en el umbral. La muchacha reconoció a la niña por el cabello enmarañado, y tiró de ella hacia el interior de la casa para después cerrar.
-¡Pero
pero tú qué haces aquí! la acercó a una lámpara de sebo que había dejado sobre el mostrador y que dejaba en penumbra la tahona, y se agachó para quedar más o menos a su altura. La chiquilla tenía el mismo rostro insensible de siempre, no sabía cómo lo hacía, pero desde allí podía verle los ojos: no era una mirada fácil de sostener.
-¿Te han dejado libre? la niña asintió. Ni se molestó en pedirle un relato detallado; si había alguna forma, ya no de que hiciera una relación completa, sino de que dijera una frase entera, ella aún no la conocía.
-¿Y no tienes dónde ir? -negación. Yo también, menudas cosas pregunto
Se dio cuenta entonces de la frase que había pronunciado cuando se fueron: había dicho que podía hacerse responsable de ella. Lo había hecho a la desesperada, temerosa por la integridad de la niña. Después de aquello había pensado en seguirles, luego se había recriminado a sí misma por querer meterse donde no la llamaban, y así alternativamente, pasando los primeros momentos de la noche en una acalorada discusión interna. Que alguien le explicara cómo podía la gente vivir sin ahogarse en un mar de dudas
Al final había decidido esperar a la mañana siguiente para hablar con el alguacil, pero estaba visto que la voluntad del Altísimo había intentado sorprenderla. Suspiró y se levantó:
-Anda, ven la tomó de la mano y la llevó a través de la trastienda de la panadería a la cocina de la vivienda: allí, el lar seguía encendido para calentar la casa en aquella noche infernal, dando un resplandor rojizo a la habitación. Sentó a la niña en un taburete junto al fuego, y puso a calentar un poco de leche que le sirvió después en un cuenco, aderezado con curruscos de pan duro para hacer barquitos. Mientras ella hundía la cara en el tazón, obviando la cuchara de palo, volvió a su lucha interna.
No la iba a echar de casa: no porque quisiera que se quedara, sino porque le había dicho que podía hacerlo. Las razones por las que había dado esa palabra eran indiferentes en aquel momento; pedirle a Taresa que imaginara siquiera dar marcha atrás cuando había dicho una cosa concreta era no conocerla en lo más mínimo. Respecto a las consecuencias de meter a una ladrona en potencia dentro de casa, a pesar de su inconsciencia habitual se las podía imaginar; pero ya se ocuparía de ellas si surgían, pensaba. Tampoco vivía en un sitio en el que hubiera tanto que robar.
Además, era algo tranquilizador poder arreglar las cosas de manera tan aparentemente sencilla: a quien tenía hambre se le daba comida; a quién necesitaba un techo se le ofrecía uno. El mundo y lo que en él sucedía se le escapaba tan a menudo que ver una solución y ejecutarla de manera tan clara e instantánea le proporcionaba seguridad.
-Pues nada, tengo paja en el cobertizo de Estrella
Estrella es mi burra, ¿sabes? Pero a estas horas y con la que está cayendo no creo que sea cuestión de montar un jergón. Si quieres hoy dormimos las dos en mi cama, que es muy grande, y mañana ya se verá mientras ordenaba la cocina y terminaba de limpiar, observaba el aspecto de la niña; sus extremidades, flacas como palos, asomaban entre un lío informe de ropa harapienta. Le hizo un gesto y aprovechó para pasarle un trapo por la cara, haciendo caso omiso de sus intentos para zafarse, y después tomó el cuenco de madera vacío para limpiarlo: no quedaba mucho que limpiar.
-Digo yo que ahora no será mucho pedir que quien va a dormir en mi casa me diga su nombre.
-Graciana oyó decir a la niña. Se sorprendió: se esperaba una voz tan intemporal y ajada como el exterior, y lo que escuchó tenía un timbre agudo e infantil como el de cualquier criatura.
-Muy bien, Graciana
¿a que ahora estás mejor? Con la barriga calentita sonrió sin resultados aparentes.
-Y luego te dejaré una camisa, te va a quedar grande pero para dormir no importa -y tal como está ahora, tampoco
Qué más, qué más podía hacer con ella
-Ya lo sé, espera un momento.
Corrió escaleras arriba, y bajó en un momento con un peine de hueso y un pequeño espejo, que no era más que un trozo de metal bruñido. Se lo entregó, y por suerte, Graciana pareció interesarse en él. Mientras lo sostenía, la muchacha la tomó en brazos y la sentó en su regazo: le parecía increíble lo poco que pesaba. La chiquilla, al sentir el contacto humano se quedó quieta y se hizo una bola temblorosa, pero Taresa decidió que sería mejor hacer como que no pasaba nada y actuar con delicadeza.
-Venga, vamos a cepillar el cabello
Perdona si te doy algún tirón. ¿Sabes? A mí también se me queda así si no lo cuido, se dispara en todas direcciones- fue poco a poco desenredándole el pelo mientras parloteaba, y la niña pareció ir recuperando su estado natural: siempre vigilante, pero al menos no como un animal acorralado. No tardo mucho en detectar que no estaban solas, por decirlo de alguna manera.
-¿Y eso que se mueve? ¡Menudo bicho!- después de una tensa sesión de caza de medio minuto, logró cazarlo y explotarlo con la uña. Meneó la cabeza.
-Pues donde aparece uno suele haber más
Antes de meterte en la cama habrá que lavar esa cabeza con vinagre -Graciana se revolvió en su regazo.
-¡Pero quieta! ¿Qué quieres que haga, que deje vivir a tus amiguitos? Claaro, la burra cría pulgas, tú crías piojos, los amaestramos y montamos un circo.
Para entonces la niña ya había saltado al suelo buscando una escapatoria. Empezaban los problemas.