Y en su mente recordaba y tarareaba en silencio aquella
melodía que le había acompañado en todos los momentos importantes de su vida.
Caminaba pausadamente, observaba todo a su alrededor, el ir y venir de toda la casa, los del marqués y los suyos, mientras se aferraba al brazo del joven Césare, al padrino accidental de aquella ceremonia y su único hijo varón. Llegaba tarde, despeinado... cariñosamente acarició su mejilla y frunció el ceño cuando él hizo ademán de retirarse esperando otra cosa que no era una caricia... le colocó un mechón en su sitio... no le dijo nada más, se limitó a mirarle y a besarle en la frente...
es el momento, ya les hemos hecho esperar suficiente, exactamente el tiempo de dos docenas de credos aristotélicos.
Resopló y sacudió el
vestido por última vez, el velo estaba en su sitio y el tocado inamovible.
El vestido estaba hecho de fina seda roja genovesa, sobre la que el sol y la sombra jugaban entre los pliegues creando infinitos matices escarlata. Las mangas se abrían con acuchillados, dejando ver la blanca camisa también de seda, cuyo cuello, adornado con perlas en el repulgo, asomaba por el escote cuadrado. También estaban bordado con perlas y otras gemas el cuerpo y las mangas del brial, así como el largo ceñidor. Llevaba una abertura frontal que dejaba ver una falda inferior de brocado damasceno en tonos dorados.
Sobre la cabeza, un tocado forrado con la misma seda encarnada del vestido, bordado con hilo de oro y gemas, a juego con los zarcillos a la morisca que le adornaban las orejas. Un delicado y sutil velo translúcido caía por la espalda sobre el pelo suelto: la condesa hacía valer la tradición de que sólo las doncellitas jóvenes, las reinas y la novia en su boda llevaban los cabellos sin recoger.
En aquel momento, caminando hacia la capilla, se daba cuenta de todo el tiempo que había pasado, y lo rápido, desde que conoció al marqués en una de las embajadas de Caspe, de cómo le vio entrar con aquel uniforme militar de gala, cargado de medallas, y de cómo no había podido evitar fijarse en él. Sonreía al recordar aquella bendita broma de La Octavilla, en la que la sóla idea de celebrar esta boda era una de las inocentadas del 28 de diciembre... se acordaba de los meses pasados en alta mar pensando en él y de la locura que sería llegar a Caspe, ya en Alejandría había vuelto loca a Swini que si el marqués por aquí, que si el marqués por allá... suspiraba... las melodías bajo el árbol en invierno...
... seguían avanzando, con paso firme... atravesaban el patio que daba entrada a la capilla, dónde aún se concentraban invitados a la ceremonia, dedicó una sonrisa a la loca de la reportera, mientras se abría un pasillo central entre el gentío para poder acceder al recinto. Por alguna extraña razón se imaginaba diciendo...
si me queréis... irsus..., pero entre gestos cariñosos se abrió el camino hacia la entrada.
Veía muchas caras conocidas y muchos amigos, estaba realmente contenta de que les hubieran acompañado en aquel día tan especial... y ya tenía varios sicarios contratados para partir las piernas de los que no tuvieran una buena excusa para justificar su ausencia.
Estandartes y pendones, caballeros, soldados y cortejos habían llegado desde todos los reinos vecinos, era un gran honor y esperaba estar a la altura de las circustancias, pues mucho tiempo había llevado la organización de esta ceremonia y casi todo había sido previsto... casi... los imponderables eran los designios del altísimo.
Intentando no perder ni el paso ni el gesto ni un momento, entraron en la capilla, despacio caminaron hasta el altar, donde ya se encontraba el Obispo, el novio y la madrina. Al pasar por delante de la delegación castellana no pudo evitar realizar un gesto cortés de agradecimiento y saludo por tenerles allí, sabía lo que les suponía estar en aquella ceremonia aristotélica.
Llegó hasta al altar y con una leve inclinación saludó a los allí presentes...
monseñor, excelencia, madrina, sonrío a esta última, para volver su mirada a Kossler