Enriique
Una petición muy clave había llegado hasta el despachito del Secretario Real: una nueva reunión con doce valencianos en el Salón De Ángeles; aquello no era más que un tempestivo llamado a movilizar cocineros, ujieres, pajes, guardias y cuanta alma viva en Palacio hubiese, todo en pro de que el evento a realizarse fuese degustable a los ojos de los ciudadanos que ingresarían, algunos por primera vez, a la máxima sede de la Realeza valenciana.
Indudablemente debía destacar su trabajo más que nunca. Cerró aquel pesado tomo catedrático que reposaba sobre su mano, lo dispuso en el estante y paso su mano por todo su oscuro cabello. En la mesa contigua disponía de una pequeña libreta, una pluma, un pañuelo de lana atiborrado en algunos encajes y una cruz aristotélica: era momento de salir a trabajar, como de costumbre, por Valencia.
Floristas, pintores, escultores, cocineros, ujieres, ayudas de cámara y cuanta mano inteligente pudiese disponerse en aquellos momentos, transitaban por los amplios pasillos palaciegos con una total calma como si nada pasase, mientras que el joven clérigo llevaba raudo apresuro en su caminar, tanto así que ni su mismo escriba podíale seguir muy de cerca.
El Salón De Ángeles destacábase por ser un lugar donde ciertas esculturas de ángeles daban vida al lugar, un techo con celestiales y angelicales presencias dispensabase a todos y cortinas de rojo raso daban la bienvenida a aquellos que, por causa una u otra, atraviesen a adentrar sus pasos al interior de aquel sitio. No obstante también decíase del salón que su nombre derivaba a la cercanía de la Torre de Los Ángeles, sitio donde, históricamente, el Rey valenciano tenía sus aposentos...
Pero no era momento de recordar la historia, cosa tal que hacía el joven clérigo con un tamaño de libro en sus manos, si no que debía dar las órdenes a todos los criados y mozos del Real para que la escena fuese tan admirable, tan recordable y tan bien vista por la Regente que el gusto de la alegría quedase intacto en su corazón.
Tomó su libreta, sentóse sobre una rústica banca que se encontraba en el lugar y comenzó a anotar lo que se requería para poner el sitio en punto: flores, exquisita comida y vino, tapices relacionados con la vida en el Reino, tapete rojo largo, frutas... Y así se paso algo de tiempo entre se acordaba de lo que faltaba y lo anotaba, de pronto su voz se volvió gruesa y dijo a uno de los mozos:
- ¡Vos, mozo! ¡Venid acá!- sus labios permanecían intactos con cada frase que dirigía al joven, no sin antes mantener aquella soberana compostura enseñada en el interno del Seminario.
- Diga, Excelencia. - eran palabras poco mediocres y totalmente sinceras, cargadas de respeto, lo cual agradó al clérigo.
- Encargaos de traerme unas bellas rosas, claveles, margaritas, jazmines, tulipanes y algo de follaje, lo entregaréis al florista y le diréis que elabore los más hermosos arreglos, que sean... Sublimes, delicados y exquisitos en belleza.
- Como ordene, Excelencia. ¿Y el florista donde está?
- Le hallaréis sentado en el vivero, esperando a que nos os envíe a vosotros con el recado de la elaboración de los arreglos... ¡Pero, anda hijo, anda! No hay mayor tiempo que perder, si perdemos más tiempo muchas cabezas rodarán.- rió con gratitud mientras despedía, con ademán carismático, al joven mozo que caminaba con singular y simpática forma.
Media mañana y apenas empezaban los arreglos florales a ser escudriñados en la mente maestra del florista. Las horas continuaban pasando, pues así lo sabía el clérigo, y dabase cuenta que aún faltaba por dispensar de buena y exquisita comida al salón.
Sus pasos se encaminaron hasta la cocina, sitio aquel donde los fogones, el aroma de exquisitas yerbas y frescas hortalizas eran la reinante, prontamente saludo al maestro cocinero.
- Saludos maese cocinero, sabrá usted que necesitamos de sus manos para la creación de tan exquisitos y bien apreciados platillos, ¿o no lo sabe?
- Efectivamente, Señor Secretario. Desde que el alba afloró dispuse de mis elementos para crearos tentativos y riquísimos platos que fuesen del agrado de nuestros invitados. Un poco de cordero pasado al fuego y acompañado de frescas verduras asadas, algo de pavo y pollo acompañado de patatas, merluza tabarquina con algo de mojito de ajo, cebolla y algunos pimientos, una tarta de verduras, en fin.
- ¡Excelente, maese cocinero! Seguramente nuestros invitados quedarán gustosos y satisfechos. Ahora dígame, ¿habéis elaborado pan para ellos? Digo, creo que no debe faltar el pan en la mesa.
- ¡Oh Pardiez! Mi instinto decía que algo faltaba en la mesa... No os preocupéis, en un santiamén los panes estarán.
- Bien maese cocinero, confiando en vuestras manos y vuestro trabajo, os pido que cuando todo hallese listo lo enviéis al Salón de Ángeles para disponerlo junto con lo demás que se piensa disponer.
Leve venia mientras sus pasos se iban alejando de los fogones, era una tentación rodearse del regordete cocinero que siempre sazonaba todo con una exquisita esencia que recordaba el mar, el campo, el vergel.
Uno de los mozos había llevado hasta el salón las buenas botellas de Vino Burdeos, mientras que más atrás empezaban a ingresar los pajes con las bandejas de plata en mano donde la comida, recientemente elaborada, reposaba. Alguna buena bocata de jamón, queso, aceitunas, frescas frutas, rebanadas de pan, entre otros, daban una buena vista a la mesa donde el "banquete" disponíase a todos.
Los arreglos florales no dejaron desencantado al clérigo valenciano, pues al verlas sintió una gran alegría en su corazón. ¡Todo era, en la medida de lo posible, perfecto! Los tapices con importantes escenas de la vida valenciana ya reposaban en el sitio, el tapete rojo igualmente, los arreglos florales y la comida daba un toque magistral al sitio, solo faltaban los citados al evento.
Alabarderos con sus elegantes y pulcros trajes esperaban en el pasillo y la entrada al Salón, más aún así afuera el despliegue de seguridad era cuasi amplio, nadie, en lo absoluto, traspasaría aquellas murallas sin antes identificarse.
Enrique, quien encontrabase algo abatido por el cansancio, decidió ir a ponerse su habitual traje coral, para luego salir al salón.
Con mucha solemnidad dio la orden final:
- Abrid las puertas y dejad entrar a aquellos que os muestren la citación real, de lo contrario buscad a la guardia y sacadlos. Yo iré por Su Alteza Real, seguramente querrá saber que todo está listo y posiblemente desee yo el siga los pasos de nuevo hasta aquí.
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