Anabel.
Ana estaba próxima a cumplir los nueve años, era una niña sana la cuál no había presentado enfermedad alguna hasta ese momento. Aquello era una fortuna, considerando las múltiples enfermedades que cada cierto tiempo mermaban la población infantil de cualquier ciudad.
Un poco más de un año llevaba en Valencia, más sentía que siempre había vivido ahí, pues no le costó adaptarse a su nueva situación como tanto temió desde su partida desde Castilla. Pero en Valencia no solo había ganado una familia, mascotas, hábitos pirómanos y por supuesto amigos como Anali, quién a pesar de ser un poco menor que ella, la seguía en todas las aventuras que iniciaba, también había ganado sueños y anhelos.
Todos estos anhelos nacieron en un día cualquiera cuando el gobernador Cristiano apareció por la ciudad de Segorbe, y con él, los caballeros de la guardia. Para Ana aquel día se inició algo más allá de su entendimiento, de sus deseos y su capricho, pues sin querer ese día había elegido un camino el cual seguir para su vida adulta.
Por supuesto, ella solo quería ser fuerte y defender a su padre junto a quienes quería, además de llevar a cabo sus más inocentes (pero no por ello menos macabras) ideas de cortar las orejas a sus enemigos. Para llevar a cabo sus deseos, convenció a su padre que deseaba ser educada, y el Conde, que jamás negaba algo a su hija y que como única excepción le prohibió que se sacara un ojo cuando la niña pretendía ser pirata, es que accedió a que recibiera la formación que le correspondía como la hija de un noble y además como futura militar. El secreto de Ana era que estudiaría solo lo que le interesaba, del resto vería como librarse.
Su padre ordenó todo y le anunció durante una cena que por la mañana siguiente comenzaría su entrenamiento y sus estudios, que debería obedecer - en ese aspecto - a Alfred, pues sería éste quién le indicaría las clases que le darían a diario. Para la alegría de la niña, las primeras clases serían Técnicas de combate y Protocolo. Tras oír a su padre, saltó a sus brazos lanzando un par de cosas de la mesa con su alocada forma de demostrar afecto a su padre - ¡Gracias, te quiero mucho! - le dijo, con la voz cargada de felicidad.
Luego, sin que nadie le dijera u obligara, se fue a descansar pensando en el día siguiente, en los emocionante que sería - o eso al menos eso pensaba ella - y planeando como librarse de eso que su papá llamó "Protocolo" y ella no pretendía tomar.
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