El camino fue largo, pero a ella se le pasó en un instante. Apenas prestó atención hacia dónde la conducían, tan sólo resguardaba el rostro en el pecho de él, buscando ser arropada por los brazos del Álvarez. Pero después éste la dejó en el suelo, con sumo cuidado, y la abandonó en una encrucijada de pasillos y grandes puertas de madera. Le vio caminar por uno de ellos por última vez, quién sabe en qué dichosa dirección, y de pronto recordó que aquella escenita de cogerla en brazos había sido sólo por disgustar a Astaroth. No había sido más que un juego en donde se la medían, como comentarían después en los mejores tugurios de la urbe, en absoluto un acto propio del mejor de los insignes caballeros que trovaban los antiguos romanceros como ella en un principio creyó; simplemente, eso. Una pelea de gallos, o de gatos de arrabal que habían marcado con su pestilente orina el territorio.
Y ahí estaba ella, consciente de que en respuesta su padrino y protector había anunciado el encamamiento. ¿A quién beneficiaba todo aquello? Desde luego a ella no. Pero tampoco tuvo tiempo a planteárselo con elocuencia, pues pronto la asediaron dos pares de manos de mujer, que la arrastraron en dirección contraria a la que se había marchado Ferrante.
Sus damas de compañía estaban allí para prepararla, de forma que quisieron desvestirla, siendo ellas apenas dos leales que solían salir tras ella a todas partes en las pocas ocasiones que la propia Ivanne lo permitía puesto que la franco-navarra veía mucho más útil rodearse de soldados y guardias que de doncellas de cámara, pero ella misma no se dejó. Estaba asustada, ya no sólo por los recuerdos de su única experiencia conyugal, que la abordaban sin piedad alguna, sino también por los extraños rituales que debía atravesar la joven condesa para resultar atractiva al hombre y no fallar en su propósito. Y además estaba aquello de abandonarla en mitad del pasillo.
Se decía que Ferrante era uno de esos hombres con brío, verdadero pucelano y castellano de pura cepa, de modo que ninguna dudaba que fuera a culminar o no el menester encomendado; al fin y al cabo, la navarrita no era desagradable a la vista, y por si había alguna parte de ella que lo fuera, las damas ya se estaban encargando de disimularlo. Excepto la condesa, que no era capaz de disimular su airado ánimo, pues aún no alcanzaba a entender aquel abandono. Furia, rabia, desdén y las siete plagas se habrían combinado, en cualquier otro momento, para perseguir al desdichado que había osado plantarla de aquella burda manera en mitad de un sitio desconocido, en lugar de tirar una de las puertas abajo y tomarla por suya sobre cualquier mueble de la estancia, rasgando sus vestiduras (tal se esperaba del Álvarez, según las malas lenguas). Pero en lugar de ello, miedo, inseguridad y desasosiego era lo que asediaba a la joven. ¿No debía ser él el asustado, dirían, debiendo lucir un plebeyo sus más altas dotes y conocimientos en montura con una muchacha de alta cuna?
Requiriendo de algunos consejos, quiso disipar sus dudas y preguntó exactamente qué era lo que debía sentir, qué era lo que debía hacer, y aún mejor, qué era lo que se esperaba de ella, porque aún, se dijo, rememoraba el dolor que sintió en el momento y después incluso de que el viejo conde de Tafalla se introdujera en ella, así como la parálisis consecuente. No había forma de describirlo, de modo que tampoco esperaba una descripción afable de lo que se presuponía del acto, y aunque esperaba con todas sus ansias recibir una respuesta, en cuanto la obtuvo, tampoco la quiso escuchar; ¿qué sabrían una vieja y una lela doncella? A una por fea y madura, a la otra por lerda y dócil, a ambas despreció por igual cuando fueron a responder. Que si la una hablaba de placer, y que no tuviera miedo por recibirlo, mientras que la otra hablaba del amor cortés, que tras la consumación se precedería. ¿Qué interés tenía ella en uno u otro? Ninguno, pensó. Dios había castigado a la mujer pariendo a sus retoños con dolor, de modo que sería descabellado concebirlos con placer. Y ya ni hablemos del amor
Porque donde se terciaba el interés, no podría brotar nada bueno. Quizá en un principio, durante la ceremonia, se había propuesto respetarle, e incluso llegar a amarle, pero no se esperaba que fuera a ser inmediatamente y, además, si el objeto de la unión era el beneficio, como cláusula análoga se hallaba la prole. Si se debían producir hijos, no se debía hacer con amor. Con amor no se hacían bien las cosas, y ella no quería hijos igual de lerdos que aquella sirvienta estúpida.
En las estancias a las que le habían conducido se apreciaba un suave calor proveniente de una chimenea hacía tiempo encendida, y desde sus esquinas se apreciaba el humo del incienso de hierbas aromáticas que pendía en lo alto, el cual convidaba al descanso, pero también a las caricias y al contacto entre los jóvenes, que después se reunirían. Ahora tocaba desvestirse, y aunque reacia a ello, extendió los brazos para que la mayor de sus damas procediera al premeditado ritual; desabotonó pacientemente su vestido y soltó la larga y cálida camisa de lana, dejando que cayesen ambos al suelo en una estrepitosa caída. Le retiró las joyas, también la corona condal, y liberó el recogido que reunía los ondeantes cabellos de oro cobrizo. Hablaba, de mientras, sobre que eran las mejores y más altas y dignas personas, en especial las mujeres, quienes podían alardear de momentos como aquel de preparación, porque no había tarea mejor que la entrega a un esposo, y toda aquella retahíla de bobadas que enseñaban los corruptos cardenales; ¿qué más le daba a ella lo que realmente supusiera aquel encuentro?, iba a hacerlo, y ya está, no quería saber más. Sobre todo en una situación como aquella, en la que cubría sus vergüenzas recelosa con las manos, antes de recibir el camisón en el que reparó previos instantes antes. Preguntó por él: tan finamente bordado, tan cuidadosamente trabajado, sin duda por las manos de un gran sastre, pero por obra de una piadosa persona, pues de él pendía un agujero en forma de cruz reformada. No recordaba, bajo ninguna circunstancia, haber hecho un encargo tal; de hecho, no recordaba haberse preocupado por las ropas de cama, pues disponía de varias apenas sin estrenar. Ciertamente, la respuesta no le agradó, pues el artífice de aquello había sido Astaroth; no le extrañó, pues quién si no él guardaría de las sucias manos de un plebeyo aquello que no le estaba permitido, y quién si no él gastaría aquella fatídica broma a una devota mujer como era Ivanne.
Miró el camisón con repulsión, negándose a vestirse con él, de mientras que la otra muchacha la embadurnaba en afeites y olores provenientes del exótico oriente, maquillándola después los pezones con henna para marcarlos y los ojos con kohl, de forma que el intenso azul de sus ojos estalló añadiendo luz a la blancura de su rostro, al que pretendieron añadir color pellizcando las mejillas. La estaban atosigando, y para colmo no tenía forma de defenderse; tenía frío y sus manos sólo se podían encargar de cubrir su desnudez, inútilmente cubierta por unas medias de lana y unos escarpines exageradamente altos.
« ¡Peinadme! » -Fue la única orden que les dio durante aquel ritual, deseosa por que la liberasen de aquel abrazo de perfumes y cosméticos de daifa odiosos, esperando al mismo efecto que surtieran efecto. Pues bien, sí, estaba impaciente por conocer su resultado, pues aunque no confiaba en absoluto en el ambiente de aquella alcoba, recreado sólo para ellos, esperaba que su marido fuera consecuente y se dejase guiar por los sentidos, que sin duda quedarían atolondrados nada más cruzar el umbral. Pero por otra parte, también estaba deseosa de que se acercase el momento, tal vez porque desconocía el modo de actuar en él. A ninguna mujer del siglo XV se le enseñaba el comportamiento con el marido dentro del lecho, más que un mero adoctrinamiento de sumisión que en absoluto pensaba en acatar la de Tafalla. No habría voluntad que doblegara la suya, si ella no quería. Se temió lo peor entonces, porque si a ellas les enseñaban cómo debían comportarse, pero no cómo actuar, a los hombres se les enseñaba cómo actuar, pero no cómo comportarse.
Se olvidó entonces de sus pechos desnudos y en un acto reflejo se llevó las manos al vientre, pensando en el posterior dolor de la matriz. No le dio tiempo a nada más, en cambio, pues de pronto alguien corrió la voz de que el novio se acercaba. Le estalló la cabeza, de pronto, y con el rebote que dio por el susto despojó de las manos de la sirvienta el camisón para vestirse con él, pretendiendo cubrirse, recordando aún más nerviosa después que éste poco cubría, dado que estaba agujereado. Sus damas de compañía ya les abrían la cama y abrían en dosel, pretendiendo que la Josselinière entrase y esperase al de Toledo ya encamada, pero no fue eso lo que Ivanne quería. Su intención era quitarse aquella vergüenza de prenda, el mal gusto cosificado en una tela, lo que no haría en presencia de sus damas de cámara por no escandalizarlas. Se volvió de espaldas a la puerta, apoyando una de las manos en un poste de la cama, y ordenó que salieran. Justo cuando escuchó que ambas salían, y que a cambio alguien entraba, deshizo la lazada del camisón y dejó que éste cayera a sus pies, aún cubiertos por las medias y subida a aquellos endemoniados escarpines de altura. No recordó que los llevaba, y se maldijo, ya acababa de cometer el primer error como esposa. Avergonzada, pues creyó que sus pintas correspondían más bien a las de una fulana, se mantuvo queda y no se volvió en ningún momento, ni siquiera cuando alcanzó a sentir un cálido aliento recorriendo su cuello.