Se enjugó los ojos con la manga del camisón sin recordar que aún vestía las ropas de cama -mientras que todos estaban decentemente vestidos- y que se encontraba de arriba a abajo lleno de la sangre de Astaroth. Se hallaba confusa, de tal forma que a la entrada de la Vizcondesa sólo pudo asentir como hacía cinco años hubiera asentido Ivanne, como una niña temerosa del mundo externo.
Antes de conocer a Astaroth, era eso. Una niña. Caprichosa, insolente, dueña de otros y no de sí misma, pero sobretodo desvalida pese a la aparente fortaleza que residía en ella. Por todo sentía miedo; en primer lugar, no hallaba el descanso que la religión aristotélica decía ofrecer, y por consiguiente encontró refugio en la reforma, pese a ser por ello un blanco fácil para todo inquisidor. En aquel momento en que cualquiera la hubiera aprisionado al descubrir su culto, por allá entonces cuando la Josselinière viajaba a Navarra para casarse, Astaroth la hubo acogido con total bondad. Quizás hubiera sido por una cuestión de religión, pero lo cierto era que el da Lúa no se veía en la necesidad de acompañarla después a Tafalla, mucho menos aún de matar al conde con el que la habían casado. Astaroth, realmente, había sido el refugio para ella; la fuerza que a ella en el sitio le hubo fallado, cuando el rey navarro quiso despojarla del condado. Pero por sobre todas las cosas, y más allá de ser su mentor, había ejercido propiamente como padre. Protección, sustento y lecciones. Porque al fin y al cabo, ¿qué es un padre? Si Astaroth se lo hubo proporcionado todo a ella, aún no compartiendo sangre, ¿no debía ella sentirse profundamente agradecida?
Y lo hacía. Sólo sentía una infinita gratitud hacia él, pese a todas las circunstancias, pese a la inquina que sentía hacia su marido, pese al trato en ocasiones violento que había recibido por su parte. No podían obviar que Astaroth se dirigía a ella creyéndose dueño, llegando a parecer que la francesa fuera de su posesión. Pero por aquellas alturas la Josselinière se lo perdonaba todo... todo, todo, todo. Sin una sola falta. Y sin rencores.
No creía haber actuado en vano, si todo acontecimiento instigado por ella había sido por servirle a él y no a otro. Pero definitivamente sí era el fin, y como los perros que huelen el miedo, ella ya olía el hedor de la Muerte. Uno puede morir de tantas cosas... pero por un tajo, y sin batirse de frente a frente, eso no; Dios y los Tres debían ser comprensivos y permitir que el Rey permaneciera, aunque sólo fuera para poder encararse a la escoria que lo había engañado. ¿Cómo habían accedido al Alcázar? Ultraje. Las palabras de Astaroth a Linares la hicieron pensar profundamente sobre esto mismo. Sin duda alguna, Leonor había sido ayudada; y más valía que también la ayudasen después, porque Leonor era suya. Leonor, de hecho, ya iba marcada con la firma de Ivanne, tal y como se marca a la res.
Pero ahora no había tiempo para pensar en venganzas, sino en los consejos que se le daban. Respeto, y contradicción; era tan sencillo pero tan arduo a su vez. Bien lo sabía Astaroth, de otra forma no habría alcanzado aquel éxito para con los suyos. Todo aquel que conoció al hombre que fue antes de acceder al trono, aseguraba que el gallego era un hombre de honor, de los de palabra, consecuente con sus actos; combatiente, pero también desgraciado. Y no mentían. Desde hacía tiempo al Armiño lo rodeaba un aura de pena y melancolía; de silencio perpetuo. La pesadez de su corazón por fin comenzaba a liberarse, comprendió Ivanne.
« Arderán las Iglesias de todo el reino si vos me lo pedís, pero por Dios no me habléis de entierros... » -Le suplicó, e incluso imploró, infructuosamente. Quizá bastase aquel tributo para que el Todopoderoso, sintiéndose halagado, concediera más tiempo a Gondomar.
Los pecados, fueron sus pecados; la soberbia, el orgullo, el creerse poderosa. Era su penitencia y castigo, verle agonizar en cama.
Abrió el cajón en el que se suponía que encontraría el testamento. Ella sería su albacea; una vez más, Ivanne demostraba ser su protectora, y no su protegida, tal y como habían hecho creer al mundo externo. Al llevar la mano al mueble, comenzó a buscar con los dedos, apenas sin querer mirar; recorrieron la madera con impaciencia hasta encontrar un manuscrito concienzudamente enrollado y lacrado, como el trabajo del mejor de los heraldos. Pero también encontró una daga; sin duda, otro arma con historia. La franco-navarra lo desconocía, pero aquel filo había danzado sobre el cuello de una reina, señora muy cercana a él que se ganó la daga a pulso de aplastar a sus enemigos; casualmente, al marido de Leonor. Todo parecía cobrar sentido ahora, pese a que Ivanne no lo entendiera; había tanto que desconocía de él...
No pudo más que tomar la daga entre sus manos, asombrada por el hecho de que el Rey guardara un arma en uno de sus muebles; ¿hasta tal punto sospechaba de sus contrarios?, sin duda era un hombre precavido, razón por la que, quizá, había vivido tantos años. Aunque bien podría haber sido porque el Rey lo tenía todo planeado; de él se sabía su desmesurada inteligencia para la estrategia y la previsión de los hechos.
La sangre se le heló en el pecho, pero también en las manos, que sostenían inmóviles un puñal pobre en ornamentos pero muy rico en significado. Aún miró al Rey, pretendiendo no comprender ni una pizca de lo que se hablaba. Pero estaba claro, él no dejaba de insinuarlo, y de hecho era la razón por la que el testamento estaba allí guardado y no en otro lugar. Le miró suplicante; "por los Tres, no me lo pidas".