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[Rp] La Espada de Caedes III: Finale.

Astaroth_14


Ivanne tenía la daga en la mano, y parecía dubitativa. Astaroth la miró con expresión serena y resignada.

Desde que os conocí, os preparé para este momento, querida. Haced lo que debéis.

Y aquella mujer, casi niña cuando Astaroth la acogió, a la que había visto ascender de chiquilla consentida y estúpida a la mujer que había regido la Corona durante los últimos meses, aquella que sin compartir su sangre había sido su única hija verdadera, hundió la daga de armiño en el costado del Rey.

    Dicen que, cuando te dispones a morir, toda tu vida pasa delante de tus ojos. No fue así en el caso de Astaroth, que sólo vio, negras sobre blanco, imágenes sueltas de sus propios errores. Por un instante volvió al Barco, retornó al ardiente sitio de Bizancio, volvió a verse defendiendo la Señera en la Primera Guerra Civil Aragonesa. Se vio despreocupado, chuzo al hombro atravesando Nápoles, la Padania bajo el León de San Marcos. Vio Castilla, Valdecorneja, Ribadeo, la Capilla Heráldica y todos quienes le habían brindado apoyo o aliento.

    Y, por supuesto, vio a su Reina, toda oro, toda brillo, tornándose más borrosa en su ojo a medida que su imagen se superponía a los cabellos también rubios de su propia ahijada, que junto a él parecía consternada por la atrocidad de su acto.


Era tarde para arrepentirse. Llevaba toda la vida siendo tarde para eso. Con la mano temblorosa, mientras la vida escapaba, llenando de gules el blanco lecho, acarició el rostro de Ivanne y forzó una última sonrisa.

Mais brilante cá neve a súa Princesa, mais branca cá leite.

Era un acto final. El gallego era la lengua materna de aquel hombre que había recorrido la mitad del mundo conocido y había llegado tan alto como un hombre puede llegar, su vínculo con el Astaroth que había comenzado aquella andadura hacía no tanto. Con aquellas palabras, en definitiva, reconocía ante sí mismo que Ivanne, en lo que a él respectaba, era su familia. Su Princesa, no por Fortuna, sino por ser la única persona capaz de continuar su legado.

Su brazo cayó sobre la cama, ya sin fuerzas, y un último aliento escapó como un siseo quedo de sus labios.

Elena.

Y calló. Su ojo verde, brillante, estaba ya vidrioso.

Astaroth da Lúa, el Armiño de Morlaix, el Rey Blanco, había muerto.

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Astaroth_14


El mundo era ya blanco, y él era una única mota negra. Apropiado, sin duda. El rumor del agua le relajaba, y decidió seguirlo. Avanzó sin miedo, siempre hacia adelante, hasta encontrar el origen del murmullo. Se trataba de una fuente que nunca había visto, pero que al tiempo, le resultaba familiar. Junto a ella, en un banco de piedra, una dama vestida de blanco y con oro por cabellos leía un libro.

Sí que habéis tardado.

El Armiño sonrió, como hacía años que no lo hacía.

No pensaríais que iba a ser tan fácil de atrapar.-paladeó un instante la sensación antes de terminar la frase.-Mi Reina.

Todo había terminado. Astaroth estaba finalmente en paz.

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Ivanne


Varios minutos después, Ivanne halló las fuerzas para desenterrar su rostro del cuerpo sin vida del Rey, aún templado. Miró sus manos temblorosas, las artífices del principio y del fin, como Dios Todo Creador; se sintió culpable, desgraciada, y muy pero que muy sola. Ya todo había terminado.

¿Qué habría al otro lado? No quiso preguntárselo por miedo, miedo a saber que tras la muerte se encontraba una plenitud tal que en vida no se puede tener. El gesto del ora difunto, pese al terror y al dolor dibujados en su boca, soslayaba una espectral brillo en la mirada; calma y sosiego. Paz. No dejaba de ser la paradoja de la escena, en la que una aterrada niña sostenía aún el sanguinolento puñal, arma del crimen, mientras que el monarca muerto por fin hallaba descanso. Y ese olor tan desagradable... Y aquel exasperado crujir de la carne cediendo al metal. Qué turbación tal se cernía ahora sobre los vivos. Al otro lado de la puerta ya se oían los murmullos, pues sólo se podía escuchar el silencio dentro de la alcoba. El silencio, y el llanto de la francesa; un llanto desconsolado marcado por unos gritos ahogados que se perdían en lo profundo de su garganta, sin lograr salir, desvaneciendo cualquier atisbo de cordura en ella. El temblor en sus manos ahora eran espasmos. Un rey, un padre, el todo lo bueno que había conocido hasta ahora; la sensación de amparo, el consejo de un sabio y la comprensión tierna y dulce de un ser querido. Ya no quedaba nada, ahora sólo estaba ella.

Pronto se hablaría. Asesinato. Regicidio. ¿O compasión? No sería comprendida, de hecho nadie atendería una sola palabra de lo que dijera; los enemigos de Astaroth eran los suyos, pero, además, ella misma ya se había encargado de crearse a los propios, y no eran pocos. Qué oportunidad ésta, rey y regente apartados de pronto del trono con un simple soplido; bastaba con alzar un dedo y dar la orden. E Ivanne conocía bien quién la daría si se le daba la oportunidad, de hecho ya le había puesto nombre: Kossler.

Se fue alzando con lentitud del suelo, en movimientos torpes y débiles. No cesaba aún en el llanto, no obstante, y la sangre en sus manos goteaba manchando el suelo. Estaba tan sucia... Se sentía tan sucia. La mente se le fue a su marido, ¿qué pensaría él de todo esto?, quizá también viera la oportunidad y no el dolor en ella. Miró la daga, con la mente bloqueada; quería soltarla, deshacerse del dolor y la pena, eliminar todo rastro de su culpabilidad si es que realmente la tenía, pero le resultaba imposible, y sus manos se aferraban con la misma fuerza con la que se aferraron al cuerpo sin vida de Astaroth. Tan tranquilo, tan sumamente quedo... Que parecía dormir mientras transcurría el tiempo inexorable. Ya nada podía turbarlo, ni siquiera el llorar desgarrado de una triste mujer.

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Ferrante


El tiempo parecía haberse detenido entre aquellas cuatro paredes; todo era silencio sepulcral, quietud y oscuridad. Sólo las llamas de las velas ondularon e hicieron que las sombras bailasen en una danza macabra cuando la puerta se cerró a las espaldas del conde de Trujillo. El ambiente estaba cargado, le costaba respirar, y no se atrevía a dar un sólo paso. La situación era tan solemne y a la vez tan desgarradora que no permitía al de Toledo abrir los labios siquiera para advertir de su llegada a aquella mujer postrada junto a la cama del rey. Desde su niñez recordaba la muerte de los reyes que habían precedido al Ermineus, pero todo se contaba de una forma tan distante, tan lejana, que el pueblo sólo temía por su seguridad y la avaricia de la nobleza en tiempos de interregno. Pero parecía que nadie se daba cuenta que detrás de aquella fría noticia, que corría tan rápido como la pólvora desde los palacios hasta los mentideros, había una persona que moría y otros tantos que le lloraban con desgarrada sinceridad su muerte.

Fue quizás la imagen de su mujer, que temblaba desamparada con el puñal sangrante en la mano, lo que le hizo reaccionar. Los tacones de sus botas resonaron apresurados en el entarimado del suelo hasta detenerse a solo un paso de los pies de aquel lecho. Se dejó caer de rodillas, rodeando con un brazo a Ivanne, mientras con la otra mano que tenía libre asió fuertemente la de su mujer, que débilmente sostenía el puñal. Se lo arrebató sin contemplaciones y lo arrojó al suelo, sobre una alfombra, como si estuviera recién forjado, al rojo vivo, y su tacto hiriese y quemase la piel.

- Ivanne... Ivanne...- las palabras se resistían a salir, y sonaban roncas, casi mudas. - Dios Todopoderoso...- No articuló más. Abrazó con fuerza a la de Josselinière cuyo rostro seguía crispado, desencajado y con la mirada perdida en aquel que ya había dejado el mundo de los vivos para no regresar más. Ferrante había llegado a odiar mucho al da Lúa, había deseado su muerte en muchas ocasiones, todo por aquellos pueriles celos nacidos de la envidia y la incomprensión, porque no supo comprender la razón ni dar significado del sincero amor que hubo entre la francesa y aquella sombra que ya se desdibujaba en las brumas del tiempo. Tiempo que apremiaba y seguía asfixiando a todos aquellos que aún retenían vida en sus tibios cuerpos.

Ahora, con su cuerpo ya frío, con sus facciones relajadas y con ese ojo con cuya mirada había infundado respeto y temor entre tantos y que no volvería a abrirse, el Álvarez llego a compadecerse, no del galego, sino de sí mismo, por no haberle sabido respetar como a todo enemigo honorable se le debe hacer. En un arrebato en contra de su temor y congoja, el Maestro de Armas se arrancó la pequeña cruz reformada de oro que colgaba de su cuello. Acercó sus manos, sus indignas manos a los brazos ya inertes del rey, y los juntó en actitud orante. Él había sido su maestro, casi su profeta en aquella joven fe, cuya llama, siempre débil se exponía a ser apagada, desgarrada y destruida por los infectos y poderosos aires de levante. Enrolló lentamente aquella liviana cadena en torno a las blancas y frías manos del rey, y escondió la cruz entre las palmas de las rígidas manos.

El de Toledo se volvió a arrodillar junto a su mujer y con la mirada le invitó a que hiciera lo mismo que él. Las llamas de las velas y los fanales se estremecieron, como si una presencia de otro mundo rondase aquellas cuatro esquinas que les envolvían. Ferrante juntó sus manos y cerrando sus ojos dijo:

- Oh señor Jah Todopoderoso, tu que nos das la vida, eres dueño de nuestro camino, y finalmente nos llamas a tu lado, te pedimos por el alma de tu hijo que hoy va a tu encuentro. Que la razón de Aristóteles, la caridad de Christos y la comprensión de Averroes dulcifiquen tu ánimo y te ayuden a juzgar como padre benevolente a éste que hoy deja el mundo de los vivos. Que sus virtudes sean ensalzadas y sus pecados redimidos.-

Tomó la mano de su mujer, a la que miró con respeto y cariño - Oremos.-

-Gloria al Señor por la Eternidad
Del engaño nos hace despertar,
para que todos vivamos en fraternidad.
¡Aleluya!.-

-En el sufrimiento y en el amor,
Él viene a nuestro socorro,
y vive siempre cerca de nosotros.
¡Aleluya!.-

-Él es Salvador y Rey,
en su reino nos recibe
con esperanza, y con Fe.
¡Aleluya!.-

-Alabad a Dios, el Creador,
el Gran Juez, nuestro Salvador,
el Único, el Protector.
¡Aleluya!.-

-Dios Padre Celestial, ruega por él.
Los Tres santos y benditos profetas, rogad por él.
Todos los doctores de la única y verdadera Fe, rogad por él.
Todos los mártires de la Reforma, rogad por él.
Todos los ángeles y difuntos, rogad por él.-

-Amen.-

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Ivanne


Como caído del cielo, como la lluvia en abril; Ferrante le era un regalo de la Providencia que en un principio no supo apreciar, pero ahora que se sentía tan sumamente sola, y viendo que aquel era el hombre que le había dado un hijo maravilloso, se estremeció en una congoja funesta sin fin. Sólo su cuerpo inerte halló reposo cuando los brazos de él la rodearon, brindándole un calor que iba mucho más allá del contacto físico, y que podía contextualizarse en un afecto puro y verdadero. Las manos temblantes de ella se aferraban con fuerza al jubón del conde de Trujillo, entretanto escondía el rostro en su cuello, y en su llanto de niña afligida clamaba.

« Él me lo pidió, yo sólo hice lo que él me pidió... Yo sólo... Yo... » - No mentía, y sentía rabia por lo que los demás pudieran llegar a acusarla. Ivanne hasta la fecha había sido la persona más poderosa del reino y de la Corona, y aún lo seguía siendo, tanto o incluso más que el Rey, de modo que no sería de extrañar que alguien con su alcance, y una vez corrompido en el poder, atentara contra la vida del soberano que todo se lo había dado. No sería el primer caso ni el último. Pero Ivanne no era así, al contrario de lo que muchos pudieran pensar y al contrario de lo que su soberbia apuntaba; ambicionaba el poder, pero aún apreciaba más su vida y la de su familia, tanto como había apreciado la de Astaroth con la que con tanto ahínco había defendido. De lo contrario, jamás lo hubiera matado; el Rey al fin y al cabo estaba destinado a morir, tarde o temprano, ya no sólo por el mal tajo bajo la axila -en el que la francesa había ahondado después para acabar con él-, sino también por la grave enfermedad que lo asolaba y que todos veían pero que sólo ella (y los físicos) conocía bien el grado. Había acabado con su sufrimiento. ¿No se quiere acaso morir tranquilo? Regicida, traidora, escoria como Leonor de Noia. Así sería vista.- « No permitas que lo sepan, por Dios y por el hijo que nos une Ferrante, yo solo hice lo que él me pidió... Sufría, sufría mucho, yo no podía... No debía dejarlo morir así... »

Pero cualquier palabra era en vano. Realmente no era el temor a lo que su marido pudiese llegar a pensar, sino la propia culpa que ella sentía y que cargaba, pese a todo, en completa marcialidad sobre su espalda y sobre su conciencia. No dejaba de ser un gran peso por ello, peso que en aquel momento no se veía capaz de soportar pero que, con el paso de los años, y tal vez de las décadas, aprendería a llevar consigo misma. La muerte de Astaroth acababa de marcar su nombre.
Muchos brindarían por aquel fin; lo irónico era que había muerto a manos de una mujer que lo quería y que había sido atacado por otra a la que él quiso, en lugar de haberle dado el gusto a cualquiera de los muchos enemigos que aguardaban como siniestras alimañas en las penumbras. Ya lo había dicho ella en más de una ocasión, el Alcázar era un nido de serpientes, a cada cual más peligrosa. Boas que estrangulan, áspides que envenenan y eslizones inofensivos que por sí solos repugnan. Quimeras, ahora todo eran quimeras que se difuminaban entre el humo y el aire, el espectáculo debía continuar. Mientras tanto, en ella sólo existía aquella sensación de amargura y soledad mezcladas en un cóctel explosivo.

Miró el puñal que yacía en el suelo, mal arrojado con desprecio; no merecía menos. Y entonces el gesto de su esposo al abandonarla de aquel reconfortante abrazo logró conmocionar aún más a la francesa; en absoluto hubiera esperado tal demostración de respeto por su Rey y oponente, e incluso llegó a pensar que más bien lo hacía por ella y no por el pavor que infundiera la Negra Dama. Colocar las manos del monarca en actitud orante era cuanto menos el mejor gesto que hubo para con él, y así correspondió después el matrimonio, arrodillándose nuevamente y orando a Dios y los Tres. Ellos sabrían qué disponer y dispensarles de los pecados que habían cometido. En primer lugar los de ella. No se podía hablar de compasión cuando media la muerte de una vida de Dios, bien lo sabía Ivanne, pero tampoco Dios podía ser ajeno al profundo amor que le profesaba a su padrino. Suplicaría por el perdón y la redención pero no suplicaría para corregir lo hecho, que hecho queda. Asumiría las consecuencias, de cualquier manera, y se haría cargo de las responsabilidades que a ella se le pudieran inculpar. El rezo, en verdad, serenaba su ánimo y mantenía su mente fría.

Pero no habría Ferrante de permitirlo, bajo ningún concepto. Una vez terminaron de rezar, ella le espetó.

« He de dar la cara... He de enfrentarme. Mi señor, si vos conocéis la verdad en los hechos, ya nada más requiero; el Rey moriría de todos modos y yo sólo cumplí con mi deber de protegerlo. -De la vida, del sufrimiento y también, tal vez, de sí mismo.- Salgamos... Castilla ha de saberlo. Castilla ha de recordarlo. » -Culminó, al fin, volviendo a cerrar los ojos con fuerza y aprisionando sus manos nuevamente en plegaria, cayendo una lágrima por su mejilla, que sólo le causaba escozor en el arañazo del ojo izquierdo y en lo profundo del alma.

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Ferrante


- Nunca dudaría de vos.- dijo Ferrante al ver la desgracia y la afectación de su mujer. Al menos no en esas circunstancias tan dramáticas. Sabía que ella tenía muchos secretos que se guardaba para sí, y que en más de una ocasión él sospechaba de alguna mentira más o menos piadosa. Pero era algo que formaba parte de su acuerdo tácito. - Tus palabras mueren en mí, y nunca nadie conocerá la verdad. Vuestro acto, aunque misericordioso para con un enfermo, además de consentido, podría ser el punto de apoyo sobre el que se balancease la soga de nuestra perdición. Porque si cae uno, el otro va detrás.- El rumor lejano del tañido de una campana, y un débil rayo del sol naciente anunciaba la llegada del amanecer; un amanecer que para algunos sería el ocaso de un gran rey, y para otros la anhelada hora de una venganza deseada. El duque tomó la mano de la francesa y la ayudó a ponerse en pié.

Estaba cansada, magullada y al borde de la desesperación, tanto física como de sus sentimientos. El de Toledo sabía que ahora era él su punto de apoyo. Quizás fue en esos momentos de intimidad, ante aquellas graves circunstancias, cuando encontró en su esposa la necesidad del cariño y el amor que tanto se habían negado. La abrazó con todas sus fuerzas y la besó tiernamente en aquellos labios, que ahora eran rígidos y fríos, pero que él se encargaría de cambiar con el tiempo. - Ivanne.- dijo afectado, clavando su mirada en los vidriosos ojos de la Josseliniére - Juro ante Dios y junto al cuerpo de nuestro rey, que de hoy en adelante seré tu más fiel protector. No pretendo ser él.- dijo mirando al silencioso armiño, que ya nada podía reprochar ni espetar. - Y tampoco me atrevo a pensar que algún día me quieras y respetes tanto como a... tu padrino. Pero prometo dar hasta la última gota de sangre por mantener viva y unida a nuestra familia, aunque ello me lleve a la muerte mas deshonrosa.- Se agachó para coger aquel maldito puñal, cuya hoja resplandecía con un cruel y acerado brillo teñido de la sangre regia. - Si alguna vez se supiera o se hablase de lo que aquí paso, no dejaré de asegurar que fui yo, movido por la ira y la envidia que muchos creían que tenía hacia el da Lúa, el que decidió terminar con su frágil vida.- Guardó el puñal en la caña de su bota para que nadie pudiera encontrar aquella arma sospechosa.

Ella tenía razón; debía anunciarse al mundo entero la muerte del rey. Y por desgracia tenía la responsabilidad y el deber ahora de enfrentarse a todos los nobles y notables del reino, y también a sus sentimientos, para llevar al difunto rey el descanso eterno, con todo el ceremonial de las exequias y lectura de sus últimas voluntades. - Mírate, querida... estás sucia y magullada.- No iba a permitir que la corte entera la viese cubierta de sangre. Tiró de ella hasta una esquina de los aposentos reales donde había un mueble con aguamanil y jofaina. Tomó el primero, de plata dorada, y vertió agua sobre la palangana. Con una esponja, suave y delicadamente, limpió todo cuanto pudo la juvenil piel de Ivanne. Por desgracia no estaba en sus manos borrar las heridas de su corazón, que tanto tardarían en cicatrizar... si es que alguna vez lo hacían. Con un lienzo blanco bordado con las enseñas de la casa da Lúa, ayudó a secar lentamente allí donde ahora volvía a resplandecer esa Princesa de Fortuna tan fuerte y decidida. Finalmente deslizó sobre los hombros de ella una de las capas del rey, cubriendo el desgarrado y manchado camisón de dormir con el que la de Nájera seguía vestida.

- Es la hora.- dijo contemplando primero la silenciosa tristeza de la Secretaria Real y después el frío cuerpo del monarca, que descansaba en un tranquilo y eterno sueño sobre aquel lecho de blandas plumas. Tomo aire, haciendo que su pecho subiera y bajase. Él también estaba pasando por un trance del que antes o después se querría librar... pero aún quedaba lo peor, e iba a durar muchos días hasta que todos pudieran descansar en paz, a parte del fallecido.

El conde de Trujillo tiró del picaporte de la puerta, que cedió con un pequeño chirrido. Dos guardias custodiaban la puerta a ambos lados, y un bullicioso grupo den nobles y cortesanos quedó enmudecido, mirando con expectación a los dos jóvenes que salían de las cámaras regias. Estaban ávidos, como una manada de lobos hambrientos. - Castilla está de luto. El rey ha muerto.- Hubo un contenido murmullo - ¡Dios salve al rey!.-

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