Había caminado un buen trecho desde que salió de la Posada con la sensación de que alguien le seguía los pasos.
Recorrió la calle Mayor y quiso asegurarse de que lo que hiciere se quedara entre ella y las calles de la ciudad, no deseaba ningún testigo de sus actos.
Decidió dar un pequeño rodeo por la casa del Dean y caminó con celeridad por las estrechas calles adyacentes a la catedral.
De vez en cuando se escondía en algún oscuro zaguán protegida por las sombras del atardecer que iba poco a poco impregnando de oscuridad las calles.
Observó que efectivamente uno de los de la Compañía roja la seguía, podía ser, por su aspecto y andares, aquel maldito tuerto que le hizo tragar la poción ponzoñosa con la que había estado aturdida tanto tiempo y que había dejado amargo sabor en sus labios.
Estaba segura que no la había reconocido así que probablemente le habría visto salir del cuarto de la marquesa y buscaba una historia con la que poder sacar beneficio propio ya fuere a la Marquesa o quizá al Capitán le interesara saber quien salía del los aposentos de su esposa de manera furtiva. Tener información siempre reportaba beneficios pensaba el rudo mercenario.
Tomó Sangil, pensando que ya había despistado al hombre para acercarse al puerto y la lonja, cercano se encontraba el almacén, aun no sabía muy bien que iba a hacer pero algo sospechoso y que había llamado su atención había en aquel asunto.
Al contrario que a la mañana pudo ver que sí había centinelas en el exterior, la calle más despejadas que en horas diurnas permitía ver como hombres armados, dos delante y otros dos bordeando el perímetro del edificio, montaban guardia en una rutina que no por serlo era mas eficaz si veían a alguien merodear, no había compasión en mostrarle su espada.
Una luz llamó su atención, uno de los tragaluces del sótano parecía levemente iluminado, la luz emanada era tenue e inestable, bailaba hasta casi desaparecer como si pasaran por delante opacidades caprichosas.
La disfrazada dama con silenciosa rapidez se acercó a ese punto de luz, en el instantes después que el centinela había pasado por delante; tenía unos segundos hasta que el otro centinela llegase hasta ella lo que le permitía ver que escondía la luz en la oscuridad.
Serpenteó para ocultarse en las sombras y acercó se al tragaluz, una bofetada de olor nauseabundo le dio en la cara haciéndole parpadear y casi vomitar. Allí estaban hacinadas, casi una centenar de personas de distinta raza, sexo y edad, como si de animales se tratase.
Observó en un segundo que podría haber enfermos, muertos, niños. . . en aquella sala que estaban indefensos o no podían haber hecho muchos males en su vida. El que aquello permitía no respetaba la vida humana y a Ibel el esclavismo nunca le había gustado; una cosa es servir a tu señor con un pacto de fidelidad de mutuo acuerdo y otra distinta poseer a otro como si de un caballo se tratase, sin respetarlo como Criatura del Altísimo.
Demasiado se había quedado en aquel lugar que ya el centinela estaba a punto de pasar y no podía cruzar la calle sin ser vista, sin encontrar un buen sitio donde esconderse de la mirada del guardia y sin querer alertar a los demás centinelas de que alguien conocía su secreto.
Decidió seguir el muro en dirección contraria al guardia que se acercaba, hasta tomar un poco de ventaja e intentar desaparecer en la esquina siguiente; con un poco de suerte, gracias a la luna nueva que ensombrecía las calles y la excasa iluminación propia de los tiempos, podría llegar hasta el callejón que llevaba al puerto y allí seguir hasta la posada.
Debía avisar a su esposo, antes de hacer nada había que sacar a toda esa gente de allí .
Actuó como tenía pensado y al llegar al callejón se sintió a salvo y respiró tranquila pero una mano como una garra, se acercó por detrás agarrándola por el cuello con tal fuerza que dio con su cuerpo en el suelo. Aturdida echó mano a su bota para sacar sus cuchillos pero se adelantó su oponente clavándole su pierna sobre la de la mujer con todo su peso; con un crujido de huesos, un gesto de dolor se hubiera visto en su rostro si la iluminación lo hubiera permitido, pero el grito ahogado de su garganta hizo que el hombre aflojara sus golpes que ya se habían saldado un labio partido y algunos moratones que tardarían en curarse pero lo que más dolor le causaba era el verse sorprendida, vapuleada y humillada.
Cuando el hombre aflojó ella se zafó, dando vuelta sobre si misma alejándose para incorporarse y poder sacar su espada se dio cuenta de que era el tuerto que la miraba boquiabierto sorprendido y sin saber que hacer ante la amenaza de la mujer que parecía dispuesta a clavarle la hoja hasta la mismísima alma del mercenario.
- ¿Que haces tu aquí y porque me atacas ? ¡Maldito ! ¡Nos descubrirán por tu culpa! Increpaba la mujer, bajo el disfraz, al sorprendido Barrachina