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[RP] Entre la gloria y la perdición

Kossler


La ceremonia de ennoblecimiento había terminado y con ello, dio lugar el pequeño banquete que el monarca había preparado para después del homenaje. Pan, jamón, algo de queso y vino. Kossler no bebió ni gota bajo la atenta (y reprochadora) mirada de su esposa ni tampoco probó bocado. No tenía hambre. Poco poco los heraldos y los nobles se fueron marchando, hasta que finalmente sólo quedaron en la sala los reyes y los guardias reales que los guardaban.

Kossler hizo una mueca.

-Bueno, creo que voy a ir a la armería. -Dijo el caspolino, levantando la cabeza y mirando a su esposa. -Hoy no he podido dedicar ni siquiera una hora a entrenarme. Cómo no lo haga engordaré... ¿Estaréis bien sin mi?

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Tadeita


Conocía muy bien las maniobras evasivas del monarca, no iba a replicar, la ceremonia había sido larga, asintió con una leve gesto, imitando sonrisa

- ¿engordar? ¿vos? si sóis el caballero de la triste figura, cualquiera diría que no os damos de comer..., dijo siguiendo sus pasos con la mirada, no os hagáis daño, tened cuidado en la armería, le dejaba ya por imposible...marchad, estaré bien... quiero comprobar que el secretario real aún nos acompaña en esta vida, se levantó y se encaminó en dirección opuesta a la suya.

Salió murmurándole a la guardia real que la acompañaba, estaba cansada, y el de Illueca le daba otra preocupación más, maldito Zebaz, que tiene que tenernos en vilo, para qué demonios se separaría de Marta, que lo tenía como un sultán... un día nos da un susto.

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old times
Kossler


-Eso es porque no como tocino ni embutidos. El Altísimo sabe que no son buenos y yo también, pero si no hago ejercicio, no sirve de nada.

Dió unos pasos atrás, preparado para marcharse.

-Si lo encontráis, decidle que se mejore. Hasta la hora de la cena. -Se despidió.

Echó a andar y sintió que también lo hacía su esposa. Casi cuando estaba saliendo de la sala se dio la vuelta. Había sentido el deseo de darle un beso a Tadeita, algo que para él, poco acostumbrado a los sentimentalismos, era muy poco usual. Sin embargo, ya no quedaba nadie en el salón del trono. Todos se habían ido.

Giró en seco y volvió a encaminar sus pasos en la dirección que llevaba, desapareciendo por una portezuela oculta en la pared que llevaba directamente a las bodegas reales. Dentro de aquél pasillo, oscuro y frío, se miró las manos mientras andaba. Temblaban, cómo si sufrieran pequeños espasmos. Se pasó la mano temblorosa por el cabello, apartándose un mechón de pelo. Tenía la frente perlada de sudor frío. Aceleró el paso.

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Kossler


Las manos seguían temblando. Las gotas de sudor le descendían por la frente con regularidad. Sentía la cabeza embotada y cómo las ideas huian de su mente. Apenas podía pensar con claridad. Se detuvo en una bifurcación, apoyando la mano en la pared. Estuvo así un minuto, tratando de recordar cuál era el camino. Finalmente, logró acordarse y lo tomó inmediatamente.

Apenas un minuto después había llegado a las bodegas. Sólo una vela iluminaba la estancia. Al vino le iba bien la oscuridad. En la entrada una mesita tenía distintos candiles, candelabros y velas. Tomó uno de los candiles y encendió la vela de su interior. Le costó hacerlo. Las manos cada vez le temblaban más.

Tomó el candil y se dirigió rumbo a las barricas de vino. Recorrió varias de ellas, con denotada impaciencia, acercando el candil a cada tonel para poder leer las inscripciones que tenían. Por fin encontró el que buscaba. Miró a su alrededor, en busca de una copa. Encontró una sobre una pequeña barrica que estaba de pie, aparentemente vacía. Dejó el candil en un lugar dónde le arrojara suficiente luz, cogió la copa y le limpió el polvo con la manga. Luego se acercó rápidamente al tonel, lo descorchó y llenó la copa de vino hasta el borde. Volvió a corchar el tonel rápidamente y se llevó la copa de vino a los labios, derramando prácticamente la mitad del vino al suelo en el camino y otro tanto cuando se la llevó a la boca. Bebió ansiosamente. Hilillos de vino se escaparon cómo ríos por las comisuras de sus labios, hasta ir a morir al suelo.

Cuando terminó el vino, suspiró de alivio. Su mirada se posó de nuevo sobre el barril.

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Kossler


Llenó de nuevo la copa, con más tranquilidad. Su ansia había sido saciada. Las manos ya no le temblaban, no sudaba y parecía que la maquinaria de su cerebro volvía a funcionar.

Se sentó en una silla apolillada, con la copa de vino en la mano. Dió un corto sorbo.

¿Cómo había acabado así? Era difícil decirlo. Bebía desde que tenía memoria, pero no se había dado cuenta de cuanto dependía del vino hasta hace pocos meses. Depender, sí. Él, que jamás había dependido de nada ni de nadie. Que estaba acostumbrado a dictar las reglas del juego y a castigar al que las incumpliera. Ahora el vino le gobernaba a él. Si desobedecía, era castigado: Dejaba de ser él. Se volvía débil, le temblaba el pulso. Ni en las peores acciones de su vida le había temblado el pulso. Jamás. Había matado a su yerno, a mujeres entre súplicas de clemencia. A niños...

Sacudió la cabeza, atormentado por ésas imágenes. Había hecho cosas horribles, convenciéndose de que todas ellas habían sido necesarias. Que eran el mal menor que le permitiría lograr lo que se propusiera en cada momento. La independencia de Caspe, el control del ejército... Fueran aspiraciones más o menos nobles, era igual. Siempre había recurrido a todas las posibilidades, por muy crueles que fueran. Su conciencia se encargaba de recordarle los peores momentos de su vida y los errores que había cometido. La muerte de su prometida, el asesinato de inocentes en las distintas guerras, la derrota en la guerra de Urgel, su humillante derrota en las justas catalanas. Él, que había sido uno de los militares más reconocidos de la península.

Estaba viejo. ¿Ahora se daba cuenta? Poco le quedaba para tener que rendir cuentas. Para que se evaluara su paso por la vida y se le juzgara por sus actos, y poco tenía que aportar a su defensa. Apenas algunas buenas acciones, las primeras, cuando había combatido por los demás, enfrentadas a las últimas, las malas, cuándo había decidido combatir por sí mismo.

Suspiró, dando cuenta al vino.

A veces hubiera deseado que aquellos primeros intentos de asesinato, durante la Independencia de Caspe, hubieran triunfado. Hubiera sido honrado cómo un mártir y su recuerdo habría evocado cosas buenas. Los padres hubieran hablado a sus hijos de Kossler el Libertador. No de Kossler el Usurpador. Su vida era ahora un lienzo blanco salpicado de manchas oscuras. No tenía tiempo para volver a pintar el lienzo de blanco, y aunque lo tuviera, nunca quedaría blanco del todo. La tonalidad gris se impondría.

Se levantó con vehemencia y lanzó la copa de vino al suelo con violencia. La silla apolillada crujió y se rompió. La copa repiqueteó en el suelo varias veces tras el primer impacto, alejándose rodando, y gotitas de vino se esparcieron por el piso.

Él no había nacido para ser un perdedor y servir al resto. No estaba hecho para sufrir y jamás aceptaría ser el yunque que los demás golpearan a su antojo. Él estaba hecho para conquistar y gobernar. Para triunfar. Para ser el martillo.

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Zebaz
Se notaba el fuerte calor que aquella mesita de madera empezaba a tomar. De un momento a otro saldría ardiendo todo. El miedo que sentía por enfermarse le tenia encerrado en su habitación dentro del Palacio Real, puesto casi dentro de la chimenea y no coger frío. Con notas por debajo de los portones que lo separaban de la realidad era su única fuente de información. Incluso había decidido no asistir a la ceremonia de homenaje, ya les escribiría para felicitar a los nuevos nobles y ofrecerles la mano y la amistad de Oropesa.
Tenia en vista a Regidor, nuevo señor de Belmonte. Un buen candidato para su hija Tiana. Militar, joven y noble. Esperaba que fuese buen aristotélico, y soltero. Los candidatos castellanos estaban muy mal, costaba mucho encontrar un buen marido para su hija. Sin nombrar el alto listón del viejo barón.
Miro a la puerta por si encontraba alguna nota con frescas noticias, pero no había rastro de nada. Empezaba a aburrirse, donde quedaron las tensiones entre la Casa Real y la nobleza o entre la Corona Castellana y la Aragonesa... Estaban pasadas. Algún otro entretenimiento tendría que buscar para no desperdiciar sus días.
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Tadeita


Caminaba pensativa por los pasillos del alcázar, se hacía acompañar por un miembro de la guardia real, que la seguía a su ritmo lento, tras las damas de la reina. A veces hasta se detenía a contemplar escenas cotidianas de los críados y mayordomos, se respiraba una calma inusual para aquellos días de ceremonias nobiliarias.

Enfiló el pasillo de los aposentos del Secretario Real, se detuvo frente a su puerta y con un leve gesto mandó a que tocaran, al no encontrar a nadie del servicio del Campeador para preguntar por su salud.

Silencio.

Al no obtener respuesta, miró al séquito que la acompañaba

- Abrid y aseguráos de que vive. Disponedlo todo y decidle que he venido a verle.

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old times
Kossler


Torció la boca y miró con desprecio la copa que se alejaba rodando. Cogió el candil y dió un puntapié al pequeño barril sobre el cual había encontrado la copa. Maldito fuera. Una y mil veces.

Estaba decidido a no dejarse dominar por nada ni nadie. Sabía qué tenía qué hacer. No volvería a verse nunca en ésta situación. Prefería ser dueño de su destino antes que ser un esclavo.

Abandonó con paso ligero las bodegas reales y tomó otro pasillo, que lo llevaba hacia las estancias del Alcázar. Fué a dar a un pasillo principal y se incorporó a él. Se cruzó con varios miembros del servicio, que le saludaron cortésmente. Todos hubieran podido apreciar, de haberse fijado, el brillo que podía verse en los ojos del monarca. Su entereza y determinación. La seguridad con la que se movía. Siempre había sabido hacerlo con gracilidad, aunque caminara al filo de una navaja.

Se encontró con Seberino en medio del pasillo. El viejo mayordomo le saludó con un gesto de cabeza.

-Majestad, os buscaba. Pregunta el servicio qué deben preparar para la cena. ¿Queréis algo en especial?

Kossler negó con la cabeza.

-Sí. -Rectificó, apenas un instante después. -Decidles que preparen el plato favorito de Tadeita... Gachas con arrope y calabazate, creo. Y castañas asadas. -Reanudó el paso, hasta ponerse a la par de Seberino. -No me esperéis para la cena.

Prosiguió su camino, despidiéndose de Seberino que obediente cómo siempre ya se dirigía hacia las cocinas para informar de las órdenes. Probablemente después buscaría a la Reina para informarle de que Kossler no bajaría a cenar.

Por fin llegó a la puerta de sus estancias. Sacó una llave del bolsillo la introdujo en la cerradura y abrió la puerta.

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Zebaz
Una carta aun por abrir encontró en la mesita y con sorpresa la abrió. La invitación de boda del Marques de Cádiz. Leyó y releyó aquella invitación. El Marques Athan se casaba con una mujer, por fin aquel ser descarriado empezaba a entrar en razón. No pudo evitar sonreír al final.
Giro su cuello tan rápido como la puerta de la habitación se abría. Un grupo de cortesanas entraron sin permiso del barón.

Decidle al Rey que no quiero ninguna concubina! Estoy bien, como estoy! Agradezco su gesto. Con un ademan envío a las damas. Era un bonito detalle por parte del Rey el enviarle mujeres que le alegrasen la vista. Y volvió a fijar su mirada en la invitación de boda. Algo tramaría el Marques para casarse con una mujer, sabiendo de sus gustos.

Miro de nuevo al ver que aquellas mujeres no eran damas de vida alegre sino las damas de la Reina Tadeita. Se levanto lo mas rápido posible, sin bastón, para alcanzar la puerta y recibir a la Reina.

Majestad! Se inclino. Siento recibiros así. Disculpe mis modales... Que se le ofrece a la Reina para venir directo hasta aquí?
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Kossler


Cuando entró en la habitación, atrancó la puerta, cerrándola con llave desde dentro. Tras un sonido seco, la cerradura giró chirriando y la puerta quedó atrancada. Luego echó el cerrojo. No quería molestias. De ése modo, se aseguraba de que no hubiera intromisiones. Si quisieran entrar, tendrían que echar la puerta abajo.

Se movía por la habitación con gestos gráciles y seguros, dotados de serenidad y fuerza. Éstas últimas dos cualidades habían sido claves en su vida. Había sido fuerte ante la adversidad y se había sobrepuesto a la misma con una gran calma de espíritu. Con el mismo porte, se dirigió al escritorio, dónde tomó asiento dejándose caer pesadamente sobre el sillón acolchado. Tomó papel, pluma y tintero y escribió dos cartas. Cuando terminó la primera de ellas, muy breve, escribió el nombre de su esposa en el reverso. La dobló y no la lacró, dejándola sobre la mesa. En cuanto terminó la segunda, algo más extensa que la primera, se quitó el sello del dedo anular izquierdo y lo dejó sobre el escritorio. Dobló el documento con cuidado y calentó la cera con suma parsimonia, colocando una vela bajo un pequeño caldero de cobre forjado, dónde se derritió la cera. Luego, una vez caliente, la vertió sobre el doblado de la carta y la lacró con la ayuda del sello. Dejó ambos documentos sobre la mesa, sin mirarlos siquiera, confiando que los hallaran a su debido tiempo.

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Tadeita


- ¿Qué se le ofrece a la Reina para venir directo hasta aquí? dijo el desde siempre barón de Illueca, ahora conde y después príncipe...

Se acercó a él, lentamente, le miró de arriba a abajo... ¿concubinas?, exhaló una ligera sonrisa... nunca perderéis el humor, mi buen Zebaz... ¿qué pensáis que hago aquí? .... dejó pasar unos instantes mientras se cruzaba de brazos... vengo a interesarme por vuestra vida, ya que no habéis hecho acto de presencia en la ceremonia de ennoblecimiento... caminaba en torno a él, tenía planes para vos, había un par de nobles solteras que os hubieran ido bien en matrimonio, no habrá forma humana de meteros por la vereda del matrimonio a este paso, le sonría... pero, no es eso de que os quería hablar...

- Dejadnos solos, se refirió a los allí presentes... conforme abandonaban la estancia, se sentó... el rey ni os ha echado en falta... vos conocéis a Kossler, estoy preocupada, está huraño, distraído, extraño... no habla conmigo de sus preocupaciones, pensé que vos podéis hablar con él. Quiero que nos acompañéis esta noche, os vendrá bien una cena caliente, no sé que hacéis aquí sólo, encerrado, ni quién os cuida tampoco a vos, pero no estáis ya para estos trotes, Zebaz.

Se levantó y le cogió la mano... le hablaba seria, necesito que habléis con él, tenéis que hacerlo por mi.

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old times
Kossler


Ambientación...

Se dirigió al vestidor y se desvistió lentamente para cambiarse de ropa. Cuando se hubo liberado de aquellos ropajes de cuero reforzado, propios de la batalla y también de las botas, cogió unos pantalones y una camisa de mangas abiertas y largas de color blanco. Sonrió. En su vida, pocas veces había vestido el blanco. Era un color puro, demasiado puro para un hombre tan salpicado de distintos matices, todos de tonalidades oscuras. No solía usar el blanco porque la sangre jamás había quedado bien en él. Sin embargo, esta vez, decidió usarlo. El blanco le hacía sentirse mejor de lo que en realidad era. Cuando se hubo vestido, se percató de que aún no se había quitado las joyas. Se desprendió de ellas, poco a poco, y las fue colocando cuidadosamente en un joyero de madera labrada sobre la cómoda. Sólo dejó que una de ellas persistiera: el anillo de bodas.

Luego cogió a Tenebrosa, que descansaba en su vaina, justo dónde la había dejado al cambiarse. La asió con ambas manos y colocó cuidadosamente los dedos sobre la empuñadura de azabache, uno a uno, hasta cerrar la mano por completo sobre ella. La finura de su empuñadura aún le maravillaba ahora. La sacó lentamente de su vaina, oyendo cómo el filo combatía contra las paredes de su prisión de cuero y metal, chirriando, quejumbrosa a medida que la hoja se deslizaba camino de la libertad. Finalmente, la espada se liberó completamente, cortando el viento, orgullosa cómo su amo. La sostuvo con ambas manos, apuntando hacia el techo de la estancia. La espada bastarda, o espada de mano y media que había sido reforjada de los añicos de su primera espada, Bianca, rota tras la guerra de Urgel. La vida de la segunda había sido mucho más oscura que la de la primera. La espada original había combatido por la libertad, por el honor y por algo más grande que la gloria personal. La réplica, sin embargo, había hecho honor a su nombre. Había combatido, pues, por la dominación, por la supervivencia y por el poder. Por su propia gloria, sobre los cadáveres del resto. De vez en cuando, le parecía ver a la espada llorar lágrimas de sangre. La sangre de los inocentes que habían sido pasados a cuchillo por ella cual corderos. Aquellas dos armas simbolizaban las dos etapas de su vida. Una ya había concluido hacía mucho tiempo. La otra, terminaría pronto.

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Zebaz
Que lastima el saber que no era un regalo del rey aquellas damas que visitaron sus aposentos. Tampoco era una visita desagradable la presencia de la Reina, a la que escuchaba de pie intentando asearse lo mejor posible.

Eso es mentira! Espeto, el anciano. Si hubiese buena noble casadera en estas tierras ya sabría de su existencia. Y no hubiese dudado de ocupar mi sitio en la ceremonia de homenaje. Retrocedió unos pasos. Enfurruñado por ser un asunto que no le gustaba, le recordaba que estaba solo.

Tan difícil es encontrar una buena mujer noble y aristotélica!!! Se cruzo de brazos. A este paso antes se encontraran todas las reliquias del Papa Inocencio que yo una esposa! para cuatro tarros inservibles que habrá escondido el Papa ese...

Si no fui es por miedo a enfermarme, a saber que clase de enfermedad pueden traer a la corte toda esa gente.
Saco un pañuelo y se cubrió la boca.
Miraba la cara de preocupación de la Reina, pero el de Illueca se quedo con el pequeño detalle en que el Rey ni siquiera pensó en el.

La simpatía del Rey no tiene precedentes. Es la alegría personificada. Vacilo irónico. Majestad, el Rey siempre ha sido así, no es nada fuera de lo normal. Es un hombre muy suyo.
Pero con gusto les acompañare, tengo hambre suficiente para comerme la comida del Rey. Y negociar con el Rey sobre Jaén.

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Kossler


Caminó unos pasos, con la espada sostenida sólo por la mano derecha, arrastrando el puntiagudo filo por el suelo de madera, produciendo un sonido extrañamente agradable. Una vez llegó al centro de la estancia, cogió la espada por el filo con ambas manos y asentó la empuñadura en el suelo, entre el resquicio de dos tablones de madera. En aquél lugar la espada se mostraba más firme. Con el rostro huidizo y distante, observó sus manos, que goteaban sangre. Roja. Carmesí. No azul. Miró las palmas de sus manos con más detenimiento y pudo ver las hendiduras que la espada había hecho en sus manos al cortar la carne cómo si de tocino se tratara. Tal vez aquél paso fue el que más le costó de realizar en su vida. Probablemente una de las cosas más fáciles, sin embargo. Era solo dejarse caer, pero los músculos se le resistieron un instante. El instinto de preservación era fuerte y parecía negarse en rotundo a aquello. Finalmente terminaron por obedecerle, guiados, en definitiva, por una mente enferma abocada a su propia perdición. Una mente que había decido ser libre.

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Kossler


Se dejó caer hacia adelante, cómo un peso muerto, asiendo con fuerza el filo de la espada, que atravesó su estómago con rapidez. Un dolor agudo y penetrante le doblegó, pero no gritó. Su cuerpo cayó cómo un plomo, con la espada clavada en él hasta la empuñadura. Golpeó con dureza el suelo al caer, que crujió con un estruendo al soportar el repentino peso que le sobrevino. El dolor le cegaba, nublándosele la visión y haciéndole estremecerse en el suelo. La madera del piso comenzaba a pringarse de un líquido viscoso y caliente que manaba de él. Era su vida, escapando a borbotones de su cuerpo. Tosió y un hilillo de sangre discurrió por su boca, descendiendo lentamente por la comisura de sus labios. Quiso enjuagarse la sangre de la boca con la palma de la mano, pero olvidó el corte que se había hecho en ellas y sólo consiguió ensuciarse más de sangre.

Comenzaba a notar cómo los jugos gástricos le corroían por dentro. De entre todas las muertes que había, ésta era una de las más dolorosas. Sabía lo que era. Había matado a muchos hombres de aquél modo, ensartando la espada en su abdomen, perforando su estómago y dejando que los ácidos hicieran el resto. En aquellos instantes, incluso lo había disfrutado. Por ello se había culpado gran parte de su vida. La muerte no era algo que se debiera celebrar. Sin embargo, ahora que la sentía en sus propias carnes sabía cuánto daño había hecho y cuanto sufrimiento había infligido a los demás. Notaba la quemazón en su abdomen, el ardor en su cuerpo, el corazón que lentamente descendía su pulso, la sangre brotando sin cesar por la herida abierta. El dolor, que pese a ser agudo y atenazante, parecía ir disminuyendo.

Ninguna esperanza albergaba en lograr la salvación. Ser el causante de su propia muerte ya le vetaba esa posibilidad. Lo sabía. Eso decía su fe. Pero a pesar de que hubiera muerto de otro modo, jamás hubiera alcanzado a encontrarse con el Altísimo. Había llegado a esa conclusión hacía muchos años. Había esperado equivocarse, por supuesto, pero su vida no había sido jamás un ejemplo de virtud. Siempre había reconocido eso.

El único ejemplo que podía dar al mundo era éste, que quedaba ahora a la vista de todos. Éste era su legado. Así terminaban los hombres cómo él. Solos. Atormentados por sus propios demonios, por muy grandes e importantes que hubieran sido sus gestas en vida. Por muchos títulos y dignidades que hubieran ostentado. De cualquier modo, se decía, sus logros y gestas quedaban ahora disueltos por una muerte prematura, causada por ése tipo de remordimientos que un buen hombre jamás hubiera podido experimentar.

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