Luto por la muerte de aquel que había sido su esposo, de aquel que había reinado con mano firme los últimos años, luto por su compañero de vida. Luto de pies a cabeza, tan sólo el rojizo de su pelo, y el níveo de su piel destacaban en el oscuro conjunto que ya le acompañaría.
Con serio rostro, sin un ápice de tristeza que mostrar, enfadada en sus adentros con él, calmada tras varios días de maldecir su último actuar, despacio, con paso sereno avanzó por el pasillo central, al ritmo lento que marcaba el cortejo fúnebre.
Silencio era su postura desde que se dio a conocer la funesta noticia, silencio con todos. Tan sólo se dejaba acompañar por la joven Irisbel, que caminaba a su lado. Su joven hija, la cual había asistido ya a demasiados funerales para su corta edad. Se ensimismaba en el pensamiento de buscarle un marido para olvidar y no pensar en lo que había ocurrido, y en las mil y una maneras en que hubiera matado al de Castelldú ella misma, de saber cuáles iban a ser sus intenciones.
Esperaba un funeral tranquilo y sin alboroque posterior, necesitaba acabar con aquella tortura a la que Tenebrosa había dado comienzo, atravesando el alma del ahora difunto monarca.
Aquella noche había velado a su marido, vestido con la mortaja bordada en hilo de oro, y su inicial en ella. En el ataud, la misma
Tenebrosa, entrelazada entre sus manos, que dormiría el sueño eterno, junto a él, y le acompañaría al infierno lunar. Si ella le había dado muerte, moriría con él, y ambos recorrerían el mismo destino. Hubiera deseado fundirla, pero sabía que el alma del rey no se lo hubiera perdonado, prefería no pensar en ver vagar su alma, como la de tantos otros reyes, buscando su espada en busca de duelos en el infierno. Ya se podían preparar los difuntos: los urgelinos, los menestrales, y los yernos... no se imaginaban lo que les iba a llegar... el matayernos, el usurpador, el protector de aragón -qué ironía tan grande-, el tirano y el Gran General, iba en camino, a su lugar eterno. Al menos, le consolaba pensar que se encontraría con monseñor Ignius, estaba segura que ambos compartirían lugar. Para él, había añadido el báculo que le dejó el de Muntaner, era justo que se lo devolviera ahora que iban a encontrarse.
Y si larga había sido la noche, largos serían los días venideros sin su presencia. Cuánto lo iba a echar de menos, nadie disfrutaba de la indiferencia y la arrogancia como él, nadie era capaz de controlar todo lo que rodeaba, admiraba esa serenidad y esa calma y seguridad para tomar cada decisión, su voluntad firme y capacidad para asumir victorias y derrotas, capaz de acabar con vidas sin el más mínimo ápice de misericordia, de crearse los mejores amigos, y los más mortales enemigos, obsesionados con su persona. Nunca hubo ni habrá nadie como él.
No permitió que una lágrima resbalara por su mejilla al hilar todos aquellos pensamientos sobre Kossler. Cuando ya en el altar estaba lista la capilla fúnebre, recogió su vestido y tomó asiento, junto a su hija, esperando el inicio de la ceremonia, evitando saludos y conversaciones, que realmente no deseaba, pues a nadie iba a dar cuenta ni razón de lo sucedido. Pronto haría correr falsos rumores sobre su muerte. Pronto comenzarían los envenenamientos en la corte.
Rodearse de soledad era lo único que anhelaba, en cuanto acabaran las honras fúnebres, y con la lectura del testamento pusiera el punto y final a la historia de Kossler, que ya siempre quedaría en su corazón, en su memoria y en la de todos los allí presentes.