Mikumiku
El Sol brillaba fuera entre nube y nube, haciendo evidente el hecho de que la pareja llevaba descansando en posición horizontal más tiempo del habitual. Miku ya estaba despierto, pero como tantas veces había hecho seguía allí, observando y admirando a su esposa. Las sábanas dejaban adivinar aquella silueta que conocía de memoria y el cabello rojo, deshecho tras los añorados deportes nocturnos, caía como una cascada de rubíes sobre las almohadas.
No la despertó, ni siquiera con las caricias que convertían el amanecer en algo placentero. Sabía que Cyliam había encontrado una afición artística increíble con la escultura, y aunque le encantara tanto trabajo debía cansarla. Además, el pequeño milagro llamado Camillee también tenía sus aficiones a parte de chuparse los puños, como hacerse sus necesidades encima o llamar la atención de la única forma que sabía. Gracias a los cielos no era excesivamente problemática y Wallada tenía buena mano con los niños, así que tenían algun respiro.
Un ruido sacó al caballero de su ensimismamiento. Abajo, en la calle, se oyó detenerse el traqueteo de un carro y los relinchos y bufidos de más de un caballo. Despacio y con cuidado, se levantó para observar el exterior por la ventana, igual que había hecho tras la primera noche de vuelta en aquella casa. Afuera parecía haber una carreta del estilo que hacían servir los mercaderes de bienes más delicados como las especias, dejando entrever entre los bultos alguna tela de brillantes colores. El rubio adivinó quien era y por un momento no supo cómo reaccionar.
Tras una mirada rápida a su esposa y a su hija, se vistió rápidamente y bajó las escaleras en dirección a la entrada, adelantándose a los acontecimientos. Se abrochó un jubón encima, y esperó a que el guardia de la Orde entrara en la casa para informar de la visita.
- Dice que es urgente. Que os conoce, señor. - El soldado parecía sorprendido por encontrarle esperando.
- Por favor, que pase. Imagino que a mi esposa no le importará la visita de un viejo amigo.
No tardó en abrirse del todo la pesada puerta. Atravesando el marco, dos curiosos personajes hicieron su entrada en escena. Eran claramente africanos, como su oscuro color de piel reflejaba, y aunque se podía intuir que habían intentado vestir a la moda castellana, las anchas túnicas y el multicolorido de las prendas les hacía destacar de mala manera. El primero, un hombre de prominente barba y enorme turbante sobre su cabeza, se acercó lentamente a Miku para abrazarlo como si los dos hubieran sido amigos desde la infancia.
- Salam alekum, al-Jamil. Tras todo este tiempo me alegra verte sano, por las barbas del profeta. - Su castellano era tan bueno como siempre, pero el acento era evidente.
- Pensé que no volvería a verle nunca. Pasad, por favor, y poneos cómodos que Granada está muy lejos. - Entonces se fijó por primera vez en quién le acompañaba. Era una mujer negra, delgada. No la conocía, pero vestía de forma similar al del turbante. Le hizo un gesto para que les acompañara en la conversación. - Bienvenidos. Permitidme un cumplido a vuestra esposa, Rashid.
El viejo rió secamente, haciendo temblar su espesa barba. - No, no. Ella es Faitai, mi hija. Es otro motivo por el que me acompaña.