Eso era peor castigo, dejarle armado y contra la marea atinando a un vacío que se le escapaba entre los brazos. No le quedó otra que hacerlos caer lánguidos como las patas de un ciervo derribado a media caza. Media vuelta dada, recogió de dos barridos los restos desperdigados para llevarlos a la mesa en una pequeña pila de suministros.
Arrugó la nariz. ¿Crees que no lo intento? Tenía ganas de reprocharle. Pero enfadarse con la persona que era el mayor sustento de su vida era una idiotez como un castillo, que al fijar otra vez ojos en ella se esfumó tan rápido como
Como
Como sus pensamientos y habla volaban ante la visión de la perdición encarnada.
Retornó la susodicha con un pastel entre manos, una tarta que ya olía a dulce y a fruta tratada por manos expertas. El rubio reflexionaba para sus adentros sobre el arte y práctica de los que gozaba su mujer en ciertas especialidades, y sobre cómo manos con el don de la cocina habrían traído al mundo mucha más alegría que aquellas dedicadas al ejercicio de las armas.
-
Eso no vale. ¿Cómo se juzga lo perfecto dentro de la perfección? Engrandeció las palabras con un tono meloso, haciendo evidente parodia de un artista cortesano. Se llevó parte de la pieza a la boca, y callado de golpe lo acompañó de otro como para asegurarse de que no soñaba. El tercero se lo hizo probar a la señora artesana.
Dímelo tú.La miró alegre en un silencio apreciativo mientras los dos iban exterminando la presencia del rico postre. Y fue entonces cuando reparó en algo que le hizo bajar la sonrisa. En un lado de la habitación, fundidos con la luz tenue de la sala, reposaba imponente uno de los dos pesados cofres de madera africana que le habían perseguido desde el infierno. Aventura a manos de un viejo conocido árabe, que forma parte de otra historia.
La atención que demandaba el simple y misterioso objeto era demasiada para resistir, y levantándose sobre las rodillas se acercó a la cerradura. Su hermano del mismo tronco había sido el contenedor de la pequeña fortuna dorada que una vez había ganado, ahora diseminada por todas las buenas causas que había creído más merecedoras que su persona como el futuro de los pequeños Espinosa di Véneto.
Había arrebatado a su amantísima uno de los cuchillos, y con poca finura lo atascó en la cerradura solo para desjarretar para siempre el baúl del demonio con un taconazo preciso de bota castellana.
Lo siento. Se disculpó por el ruido y el estropicio. Más leña para la tahona y menos recuerdos indeseados.
Si el cofre gemelo había guardado oro y piedras preciosas de sus desventuras desde Granada hasta el Imperio de Mali, aquel era otra suerte de almacén sombrío. Miró hacia atrás pidiendo sin palabras un apoyo cercano, ansioso de sobrellevar aquello de una maldita vez. Todas aquellas cosas eran trofeos, arrebatados a la vida por una no-muerte ebria y violenta. Oía los gritos y el crepitar de las llamas mientras escarbaba furiosamente entre las primeras telas gruesas, coloridas y zurcidas a base de patrones geométricos y símbolos paganos.
Las vestiduras abrieron paso a partes más delicadas, pues habían sido usadas para amortiguar el traqueteo de un viaje de medio mundo.
Mi vida. Llamaba a Cyliam, no a aquellos mementos prohibidos. El cofre estaba cerca del fuego, y las llamabas se reflejaban en los ojos del caballero, por un momento totalmente seguros de qué hacer.
Esto no pasará de hoy.Con determinación renovada alzó una botella vieja de licor del desierto, para darle un trago y maldecir entre dientes a la criatura sin nombre. Se arrepintió al cambiar el fresco sabor de las moras por aquella ponzoña y dejó el recipiente en el suelo entre él y la pelirroja. Un segundo frasco, más pequeño y sucio, acompañaba al primero redondo como una luna.
-
Esta cosa no tiene nombre. Susurró. -
Es el mal. Guerreros lo usaban para perder el miedo y llamar a espíritus que les dieran fuerza. Pero nos transformaba en otras cosas.El caballero pensó en darle un último tiento a tal pecado capital, sin motivo y por alguna desesperada razón. Pero tenía miedo, él, de aquella pequeña cosa tan aparentemente inofensiva. Si proponía esa locura quizá los dos pudieran abandonarse a planos primitivos donde solo existía el placer y la locura, pero no tenía el valor para semejante propuesta. Si descubría que por su culpa algo malo le pasaba a la pelirroja, o en alucinaciones la dañaba, allí mismo pondría fin a su miserable existencia. Aterrado e indeciso dejó la sellada redoma en la suave palma derecha de Cyliam, y buscó su otra mano para besarla repetidas veces.
Entonces se le hinchó el pecho con una resolución de hierro. Acabó de vaciar el arcón tumbándolo de costado, en un escándalo de cuchillos de caza, hojas de lanza y alhajas de hueso y de marfil. Una cascada de tejidos más finos más propios de visires y sultanes que de caudillos de piel negra y alma peor revoloteó hasta mezclarse en el suelo con poca gracia. Miku se alzó como el que sale de una tumba que uno mismo se ha cavado, y lanzó la madera contra el fondo del fuego. Rabiosamente la siguió la botella de licor, que se hizo añicos y por una fracción de segundo tiñó las llamas de otro tono.
Cuando se dio cuenta respiraba alterado, mirando fijamente a las llamas con el corazón galopando en el pecho. Exaltado con la emoción. Era el momento de quemarlo todo, decirlo todo y hacerlo todo. Con algo de hollín en el medio uniforme que llevaba se giró, y pensó que no iba a separarse de esa mujer en toda la noche, y más adelante en toda la vida.