Faitai
Despertó, confusa. No era su propia cama y la vibración de un respirar profundo le chivó que no estaba sola. Según la niebla soñolienta se disipaba Faitai empezó a sopesar las consecuencias de lo ocurrido la noche anterior. Todos sus planes, la estrategia de ganarse la confianza de su marido y señor, sus vías de huída, habían sido cortados de golpe. Y no había sido culpa de nadie más que de ella misma.
En una punzada de dolorosa verdad la africana había descubierto que aquella vida le gustaba. Había pasado de vivir con la nobleza castellana a experimentar el poder de una sociedad distinta, agresiva y pasional. Había encontrado intérpretes útiles y dispuestos, al mismo tiempo que empezaba a ser capaz de hilar las primeras frases acorde a la mezcla local de idiomas. Se le daban bien los caballos, lo que le recordaba a sus señores de Valladolid. ¿La estarían echando de menos? Faitai les quería como a sus propios padres, pero estaba segura de que a aquellas alturas ya nadie podría encontrarla.
La pasada noche la ciudad entera fue engullida por la locura. Cada vez más y más hombres y mujeres aparecían desde el horizonte para unirse a la mayor hueste que jamás había visto la joven. Los caballos se contaban por miles, hacinados en recintos dispersos por las afueras. Supo de grandes jefes y líderes que se habían aliado con el hetman, incluyendo al hijo y heredero del khan tártaro de Crimea. Todos invadían las calles para celebrar el histórico encuentro, bebiendo, comiendo y cantando en fiestas de fuego y liberación.
Faitai había estado toda la noche junto al caudillo cosaco, aprendiendo sus costumbres e intentando entablar una conversación que le diera pistas de la situación. Pero el vodka, su juventud y la terrible soledad sufrida formaron una combinación irresistible. Pronto rodaban juntos sobre una alfombra salpicada de cojines.
Ahora no sabía qué hacer. ¿Amaba a aquel hombre? La trataba bien y era alguien influyente, mayor pero aún fuerte y bello a su manera. Tenía miedo de las consecuencias de aquel acto. La hueste aliada pretendía expulsar de aquella tierra a un ejército enemigo de crueles caballeros polacos. La ciudad iba a quedar desierta, y ella quedaría como la persona de mayor importancia en Zaporozhia. La situación demandaba otro plan y lo demandaba ya.
Afueras de Kiev
Miku esquivó a un noble que vomitaba cerca de la tienda de mando, evitando mirar las evidencias de una noche de poca disciplina. Ataviado con su leal armadura, que más de una vez le había sacado de un apuro, apartó la cortina de lienzo para reunirse allí dentro con los capitanes. Varios pares de ojeras le devolvieron la mirada turbia del que celebró la vida porque hoy perseguirían a la muerte.
Desde luego. Pensó. Esto no es la corte francesa.