Galbart
El olor de las heces era insoportable en aquella parte de la ciudad. Al escocés le dieron ganas de vomitar en un par de ocasiones pero se contuvo. A eso había que añadirle el hecho de que los cadáveres de personas sin recursos y que aparecían muertos por las mañanas, se quemaran allí. La mezcla de olores causaba que la gente se tirara al mar de cabeza para intentar quitarse el olor. Y con razón, pensaba el de Caithness. Aquella mañana le habían encargado supervisar que no hubiera saqueos de los cadáveres. Más bien, que no robaran las prendas que los monaguillos, encargados de desnudar a los cadáveres, depositaban en un carro para hacer con ella lo que fuera. Muchas veces el de Caithness pensaba que se lucraban vendiendo aquella ropa. Pero no tenía que estar pendiente de aquello. No era la primera vez que estaba allí. En otras ocasiones le habían lanzado piedras mientras gritaban "¡DADNOS LA ROPA, MAMONES QUE NOS MORIMOS DE FRIO!" Y aquello obligaba al escocés a desenvainar la espada. Pero llegó el momento en el que ni la espada ni su envergadura asustaban a aquellos vagabundos. Entonces y sólo entonces y con el permiso de su señor, capturó a uno de ellos y amenazó con tirarlo al fuego. Aquello los calmó por una temporada. ¿Qué sería de aquel día? Y en eso pensaba el escocés cuando clavó la mirada en un de aquellos hombres. Había sido apuñalado. Se acercó.
Este hombre ha sido asesinado. Le dijo al que tenía más cerca. Este le contestó que todos los que estaban en el carro debían ser quemados para evitar que la población se contagiara de peste bla bla. Ya podríais quemar ese montón de heces... pensó. ¿No me has oido? Que ha sido asesinado, tiene una herida muy fea aqui. Señaló, pero lo ignoró y segundos después lo tiraron al fuego. Burraidh* le espetó con desprecio. Se alejó de allí y siguió observando como tiraban cuerpos al fuego. Pensandolo en frio, el escocés se dijo que era mejor no investigar, a saber dónde se podría meter. Aún así seguía teniendo ganas de arrojar a aquel señor al fuego por no contestarle. Con el último cadáver, y la posterior escolta hasta uno de los conventos de la capital, el escocés corrió al mar. No corrió, caminó con paso rápido y decidido.
El mar estaba enfurecido. No le gustaría estar ahí en medio. Corrían historias, allí en Escocia, entre los marineros que en los frios mares del norte habitaban criaturas gigantescas, mucho mas grandes que ballenas. Hablaban de calamares gigantes, krakens, serpientes de mar de más de quince metros de largo e incluso de peces gigantes asesinos. El escocés sentía un gran respeto por la gente del mar y por eso creía, muchas veces en aquellas historias, porque, ¿había ido alguien al fondo del mar a comprobarlo? Le gustaban aquellas historias, pero a la vez le aterraban, ¿y si alguna vez la serpiente gigante le arrastraba al fondo del mar? Aquel pensamiento le hizo estremecerse y se volvió a la ciudad. Ahora se encargaría de vigilar que todo estuviera en orden. Sin embargo, en puerto, antes de entrar en las calles principales de la ciudad, no pudo evitar fijarse en un hombre que estaba tumbado, inmóvil, al lado de una posada. La gente ni siquiera reparaba en aquel hombre, pero el de Caithness se acercó y se acuclilló junto a él. Le zarandeó levemente pero no obtuvo respuesta. Lo intentó con algo más de fuerza y nada. Fue entonces cuando le giró la cabeza para tomarle el puso y entonces se fijó en que tenía los ojos abiertos, su reacción fue quitar la mano y preguntarle. Señor, ¿se encuentra usted bien? Pero su corazón tampoco latía. Hizo una mueca de desagrado y le dio la vuelta para reconocer el cuerpo. El escocés pensó en la dureza del invierno. Algunos están preparados para él, otros no. Era una lástima que algunas personas no tuvieran un lugar para refugiarse del frio. Sin embargo lo había visto, allí estaba y no hizo esfuerzo alguno por ocultar su sorpresa. Se levantó como un resorte. Miró alrededor y llamó a un chaval que corría por allí.
Tú, aquí. ¿Quieres ganar unas monedas? Bien. Corre al puesto de guardia y diles que vengan, es urgente.
Y vaya si era urgente. Habían asesinado a un hombre. Y aquella herida era muy parecida a la del hombre que habían quemado esa misma mañana. Frunció el ceño y respiró el aire que venía del mar. No se había dado cuenta, pero empezaba a tener frio y eso no era buena señal. ¿Habría relación? El guardia llegó y el escocés le puso al corriente, le dio dos monedas al joven y se marchó de allí. No quería pensar más en ello pero era algo que le picaba la curiosidad, ¿y si resultaba que había un psicopata suelto por la capital del Reino? Lo mejor era olvidar aquello, seguramente no sería nada. Se refugió en la posada de Amalia a beber durante toda la tarde y la noche hasta caer rendido en su cama.
Al día siguiente Amalia y su hija Estefanía le pusieron al día porque se levantó tarde. Más vagabundos muertos. Resopló y se marchó como una exalación a ver a Nicolás Borja, tenía que informarle de aquello. Seguramente no había llegado a sus oidos porque las cosas del populacho no llegaban tan arriba, pero para eso estaban sus sirvientes. Y él sin duda, era uno de ellos.
Burraidh - Capullo
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